Capítulo 1
" El encuentro de dos personas es como el contacto de dos sustancias químicas: si hay alguna reacción, ambas se transforman."
Carl Gustav Jung
Recuerdo a la perfección, como si los hechos hubieran ocurrido ayer mismo, el fatídico día en que te conocí. Estoy seguro de que tú continúas pensando que nos advertimos la primera vez que ambos cruzamos una serie de inconcluyentes palabras, pero no fue así. Mi vista cayó en ti algún tiempo atrás...
Yo era un muchacho inexperto en la vida, que a mis 18 años creía saber y conocer de todo. Un gran iluso. Acababa de dejar mi hogar, mi familia, mis recuerdos y mis amigos en Segovia, para poder llevar a cabo mis sueños a unos cuantos cientos, más bien miles, de quilómetros al sur; en la capital.
En mis quiméricos pensamientos se asentaba la idea de Madrid como una ciudad muerta; con habitantes caminando en grupo con el rostro ocupado por expresiones frías y sombrías, personas que, carentes de pensamiento individual, se dejaban llevar en masa como borregos guiados por la figura autoritaria de su pastor.
Mis pensamientos podían estar influidos por esos grandes autores que tanto me gustaba leer y estudiar. Comenzando por De Larra y su Noche de difuntos y seguido de cerca por Dámaso Alonso con su Insomnio. Genios como esos, habían influido fuertemente en mi decisión, gracias a ellos anhelaba ser escritor y por su única culpa yo acababa de llegar al centro de la península, donde me esperaban cuatro años de filología hispánica.
Qué sorpresa me lleve cuando desde el parabrisas comencé a dislumbrar los primeros esbozos de lo que parecía ser una gran ciudad. Según me acercaba, podía comenzar a descubrir las cumbres de las Torres Kio, cruzar el Manzanares y adentrarme poco a poco en el tráfico urbano.
Las ruedas de mi pequeño y roñoso Seat Panda se deslizaban lenta y cautelosamente por el pavimento. El susodicho coche, con más años que Matusalén, del que tu tanto te reíste, había llegado a mis manos hacia poco tiempo ya que fue a lo único que pude optar con mis escasos ahorros. Tanto él como yo estábamos acostumbrados a caminos de tierra y piedras; si algunos marchan por el camino de las flores y otros tiran por el de los cardos y chumberas, nosotros estábamos hechos a los últimos.
Según circulaba, podía ver a hombres, mujeres y niños sonrientes. Personas que con alegría se dirigían a su trabajo o otras más afortunadas que se dejaban caer por Gran Vía para hacer sus compras.
Tanto me distraje ese día, que tarde más de dos horas en llegar al piso que compartiría con varios universitarios. Éramos tres mozos de diversas partes de España, con muchas ganas de comernos un mundo al que poco le faltaba para digerirnos. Arnau, un catalán que pronto se haría mi mejor amigo, y Jesús, el andaluz que nada mas reunirnos monto fiesta en el piso.
Llegó el primer día de universidad entre fiestas y jolgorio. Mis compañeros no irían a la misma facultad que yo y tú tampoco, aun que eso no dificultó nuestro encuentro. Para refrescarte la memoria diré que era un lunes, a las siete de la mañana yo entraba por la puerta del campus de Moncloa, la complutense era una universidad grande pero, yo desde pequeño poseía buena orientación y no me costó muchos intentos llegar a la facultad de filología.
En la misma puerta estabas tú, como un ángel caído del cielo y nunca mejor dicho, ya que te encontrabas tirada en el suelo con tus cosas desperdigadas al rededor. Con mucho desparpajo le dijiste a la muchacha que te había hecho perder el equilibrio que tu sola te las apañabas y te dispusiste a guardar todo de nuevo en el bolso. Quise ayudarte, pero algo en mi interior me obligo a ser solo un mero espectador en aquella representación artística que formaban los movimientos de tu cuerpo acompañados por el vaivén de tu pelo, que se mecía con la escasa brisa de aire que entraba por la puerta. Con uno de los muchos pinceles que yacían en el suelo del recibidor, te sujetaste tu melena cobriza de forma despreocupada y en pocos minutos ya estabas en pie con tu lienzo en una mano y una gran bolsa llena hasta arriba, en la otra.
Me dejaste estático. Carmen, se que siempre me decías que no eras llamativa, o como te gusta decir a ti: "resultona", pero tus rasgos finos, acordes a cualquier canon de belleza me dejaron impactado. Poseías una tez blanquecina y pura, lisa como el mismísimo mármol, apetecible, acariciable, deseable... Los pelillos que se salían de tu improvisado peinado danzaban al son de una inexistente melodía, brillando como hebras de oro que me dejaban embobado a cada tintineo. Lo más impresionante fue tu mirada, una mirada que me regalaste injustificadamente, sin darte cuenta ni prestar mucha atención. Una mirada casi torturada que desprendía amor y dulzura; con tus implacables pupilas escudriñándome, con tus retinas reticentes que vigilaban mis movimientos, desconfiando, amenazando... Me calaste con esos iris verdes; verdes como una selva tropical en la que perderme o verdes como el color de la esperanza en la que buscar tu amparo.
Me llenaste desde ese día Carmen, no pude dejar de soñar con esos ojos esmeralda. Me perseguían, día y noche.
En mi vida te aparecías constantemente de forma efímera e imaginaria. Si paseaba por el parque, el verde de las hojas me distraía y acababa pensando en ti; en mis primeras clases, siempre había alguien que llevaba una prenda de ese color tan peculiar y, de nuevo, mis pensamientos te evocaban. Y, cuando pensaba que mi obsesión no podía ir a más, comencé a soñarte, a hablarte en silencio... Desde esa mirada mi vida había cambiado y no sabía, por aquel entonces, si para bien o para mal. Lo que si había percibido, es que mi cuerpo pedía a gritos volver a encontrarse con el tuyo, a encontrarme contigo.
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Carmen
Romance¿Qué ocurre cuando la mujer de tu vida, la madre de tus hijos, la persona que amas cada vez más; comienza a olvidarte, a olvidar vuestra historia juntos? "Soy muy consciente de que el olvido no solo concierne a la memoria y también lo difícil que es...