Ж Copos de cristal Ж

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Copo uno: Trescientos años pasan rápido.

¿Cuantos años ya han pasado desde que el hombre de la Luna me perdonó la vida y me sumergí en esta vida, o no vida? ¿Doscientos o trescientos años? No lo recuerdo. Los últimos momentos de mi vida como humana fueron desgarradores. Hans, el príncipe que trató de asesinarme a mis veintiún años de edad, volvió con sus hermanos y le declararon la guerra a mi reino. Arendell. Mi ejército no era rival para ellos, nunca habíamos entrado en guerra antes; incluso si yo iba al frente y con mis poderes vencía a varios soldados, eran muchos para mí.

En los últimos días de mi existencia humana, recuerdo que le pedí a mi adorada hermana que huyera con Kristoff. Anna, quién se negó rotundamente a dejarme, terminó siendo atada por Kristoff y, bajo mis órdenes como reina, llevada a un reino aliado donde podría vivir en paz. Mi último deseo viva fue ese, que mi hermana pudiera vivir con la libertad con la que yo no pude contar. Sólo tuve a lo mucho cinco o seis años de felicidad, la guerra te consume mucho tiempo y libertades. Tenía que organizar al ejército y encabezar las tropas, mi poder en plano militar nos daba cierta ventaja, podía congelar el piso y hacer resbalar a los soldados, congelar parcialmente sus pies para dejarlos inmóviles, hacer grandes hombres de nieve que acabaran con algunos escuadrones realmente grandes, paredes de hielo grueso que protegían a los habitantes mientras huían a reinos aliados y podía fácilmente asesinar a los hombres, cosa que no hice por la simple razón de que no soy una asesina.

Al final de cuentas, cuando tomaba un descanso en la gran sala de los cuadros me emboscaron y me tomaron como prisionera, me sacaron del palacio atada con cadenas parcialmente calientes que derretían el hielo que trataba de formar en ellas, me hicieron llamar «La reina de la nieve», un monstruo que asediaba con hielo y sin piedad. Que gran cantidad de mentiras. Me encarcelaron de nuevo, pero esta vez no pude huir a tiempo ¿la razón? Hans me amenazó con hacerle daño a Anna, a Kristoff y al pequeño que mi adorada hermana llevaba en su vientre. ¿Qué gran manera de enterarme que iba a ser tía, no? Hans sabía jugar sucio: primero con los sentimientos de mi hermana con su primer amor y, ahora, amenazándome con que le haría daño a la única familia que tengo y a mi lindo sobrino que crece en ella. Si yo era en ese momento el monstruo, ¿qué demonios era el ser quién me dio la muerte? Pasé dos días en la prisión donde simplemente no morí de inanición y deshidratación por el simple hecho de que comía y bebía el hielo que podía hacer. Olaf, el muñeco de nieve que hice con Anna cuando éramos niñas, era mi única compañía en ese entonces. Nunca me dejó y, hasta el día de hoy, no me ha dejado.

Cuando la puerta de la prisión se abrió el segundo día, Hans llevaba una vestimenta negra y en su cara se veía una maldita sonrisa de satisfacción. Había ganado ese imbécil. Maldecí ese día como nunca a mi corazón y consciencia por no haberme permitido matar a ese bastardo de una vez por todas y acabar con la guerra que acabó con más de una familia -incluyendo la mía- en mi reino. Me vendó los ojos y le dio una patada a Olaf, le advertí que no se armara de nuevo hasta que él no lo viese. Me encaminó por los pasillos y sentí el viento helado en mi cara, había mantenido aquel clima para que mis solados escapasen y no los vieran. Me subió a una tarima donde me obligó a meter la cabeza en una especie de ventana de madera que enseguida cerró sobre mí. La guillotina. Cerré mis ojos a pesar de estar vendados y no pude evitar derramar una lágrima traicionera. Leyó en voz alta a su ejército que con la caída de la reina Elsa, la Reina de las Nieves, Arendell era propiedad suya y de sus otros doce hermanos. Y, dando una orden, el filo de la cuchilla que nunca se había usado, atravesó mi cuello en un ruido sordo. Había muerto.

Un susurro.

Escuché un susurro. No sabía quién era o que me decía, pero en ese momento abrí mis ojos que ya no eran atados por vendas y miré al cielo, vi la luna llena más hermosa que había visto en mi corta vida, sentí el suelo helado bajo mi espalda y manos, el aire frío me revolvía el cabello y me di cuenta que yacía recostada abajo de la tarima donde anteriormente me habían dado muerte. Me levanté de donde estaba y no pude divisar mi cuerpo, pero el hielo y la nieve lo cubría todo, más de lo ya estaba. Miré mi reflejo y era la yo de mis veinte con el cabello despeinado, mi trenza de lado cayéndome en el hombro y mi vestido azul, a mi alrededor habían infinidad de soldados con una cara de asombro y terror, donde debía yacer mi cuerpo sólo se apreciaba una especie de muñeco de hielo con mi forma, sólo que por obvias razones, la cabeza estaba en el suelo sin la venda. Mis ojos apretados transmitían el miedo que sentí y la sorpresa de la muerte que me llevó sin avisar. ¿Qué había pasado? No lo sabía. Traté de hablar con alguien, pero al parecer no me escuchaban. Me acerqué a uno para menearlo, y, en ese momento, le traspasé como si fuera un fantasma. Yo era un fantasma.

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