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Copo [extra] diez: El final

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Copo [extra] diez: El final.

- ¿Qué hace aquí? - Pregunté alterada, todos los recuerdos que tenía con ese joven eran más que malos. Me intentó matar en más de una vez.

- Vengo en nombre de mis padres, los reyes de Las Islas del Sur. - Explicó Hans cabizbajo. - He de quedarme aquí un mes, si en mi estadía usted reporta algún incidente, mis padres me condenarán a pena de muerte, si no pasa nada, mis progenitores darán la orden de anular cualquier contacto con su reino. Su majestad.

Aquello me había tomado por sorpresa, miré a mi alrededor tratando de buscar consejo, pero no había nadie más allí. Mi primera idea fue decirle que se marchara, pero sabía que no debía hacer eso, capaz y ocasionaba una guerra de nuevo. Tragué saliva algo nerviosa antes de contestar, apreté la falda de mi traje azul marino y traté de que la voz que saliera de mi garganta fuera la más serena posible.

- De acuerdo, acepto sus demandas. - Hice un ademan con las manos para que viniera uno de los sirvientes del castillo. - Denle al príncipe Hans la habitación más alejada de mi hermana y mía, no quiero correr peligros.

- Su majestad, con todo respeto, yo no muerdo... No a menos que usted quisiera ser mordida por mi. - El tono del príncipe era notablemente lujurioso, lo que me sorprendió fue notarlo.

- Llévenlo a su habitación.

Vi como el lacayo que mandé a llamar y Hans desaparecía por entre las puertas dejándome sola. Suspiré cansada y regresé a mi habitación. Los pasillos estaban destruidos, todo era tan diferente a como recordaba. En mi mente imágenes de una guerra contra aquel príncipe se repetían sin parar, el sufrimiento de mi pueblo, las lágrimas de las familias de mis valientes soldados que perecieron en batalla, los niños que quedaron huérfanos por culpa del ejército rival, la destrucción de casa, las calles manchadas de sangre y hielo. Hielo rojizo. Me apoyé en una de las paredes a inicié a llorar, había participado en esa guerra con mis poderes, lo sabía, pero no recordaba cómo controlarlos. Sé que jamás asesiné a un soldado, eso me lo decía mi mente, pero mi nieve se había teñido de rojo en más de una ocasión. Maldición. Odiaba no poder recordar todos los hechos. Sequé mis lágrimas mi miré a mi alrededor, tenía que controlarme, no debía sentir, la pared congelada me lo recordaba a cada instante. Pero si no sentir era la única manera de mantener mis poderes bajo control, ¿cómo era posible que tuviese a Jack como pareja? Mis recuerdos y mi corazón me decían que tenía sentimientos demasiado fuertes para con él, sentimientos que apenas los recordé me aterraron. Tenía que sacarme esos sentirse del corazón si no quería dañar a alguien, o a él. Prefería matar mi corazón antes de hacerle daño.

Seguí mi andar hasta mi habitación, abrí mi puerta y, para mi decepción, estaba vacía. Suspiré de nuevo, cerré la puerta detrás de mí y le puse cerrojo, no quería que nadie entrara. De mi estante, tomé un libro llamado "Donde los árboles cantan", una narración bastante hermosa. Empecé a leer, eso siempre me ayudaba a matar el tiempo, o bien, me ayudaba hasta que escuché él golpear de mi puerta. Uno de los sirvientes que estaba dedicado a mi exclusivo cuidado. El ya veterano mayordomo me pidió de una manera más que amable que me dirigiera a mi oficina, pues tenía papeleo pendiente y sólo la reina podía dar autorización a ciertas normas. Aquella petición me hizo darme cuenta de lo obvio, quizá ya no tenía la edad de hace algunas horas, pero ante todo el reino de Arendelle seguía siendo la reina Elsa, ya no la "princesa" Esla. Dejé mi libro abierto en el escritorio donde estaba, busqué algo que pudiese usar como separador, al hallar aquel objeto, lo puse entre las pugnas donde había parado mi lectura, cerré el libro, lo puse de nuevo en el estante, verifiqué que tuviese bien puesto los guantes y salí al encuentro del mayordomo. Era hora de trabajar.

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