Seguir adelante, cambiar

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Santos:
Esa mañana me desperté confuso y con un fuerte dolor de cabeza a causa de la resaca. No recordaba nada y tampoco podía ver con claridad debido al sol que entraba por la ventana, que me cegaba por completo. Una vez me acostumbré, examiné la habitación en la que me encontraba. Se parecía a la mía, pero no lo era. Enseguida supuse que sería la de Bárbara y miré a mi alrededor nervioso para buscar algún indicio que me diera alguna pista de lo que había pasado la noche anterior, sin éxito. Además, por suerte o por desgracia, Bárbara no estaba allí. Salí al salón a buscarla pero no había ni rastro de ella, era como si se la hubiera tragado la tierra. Resignado, me dejé caer en el sofá. "Ya volverá", pensé mientras me abría una lata de cerveza. Pero las horas pasaron y pasaron y siete cervezas después, Bárbara no había llegado. Finalmente, a en torno a las diez de la noche, la puerta de la calle se abrió, dejando ver a una Bárbara bastante enfadada.
— ¿Ya estás bebiendo otra vez?— Me reprochó.
— Sí. No es que tenga nada mejor que hacer.
— Pues ya estoy harta. Estoy harta de vivir en esta situación, ¡estoy harta de ti!— gritó y se encerró en su habitación dando un portazo.
Yo no hice nada, me quedé sentado en el sofá, mirando a la nada y bebiendo otro sorbo de cerveza.
Las semanas pasaron y con ellas mi oportunidad de reconciliarme con Bárbara. Ya era tarde, lo había asumido. Al menos ya había dejado de ver a ese chico y había encontrado un trabajo mejor en una perfumería de la Puerta del Sol, con el que podía mantenerse. Por lo tanto, ya no me necesitaba, tal vez nunca lo hizo, pero cada vez se hacía más obvio que mi presencia allí no era algo que le agradara. Sin embargo, me costaba irme.
Una mañana de otoño, el correo llegó y entre él, una carta en un sobre blanco bastante gastado sin remitente. Lo abrí con cuidado y me dispuse a leer:
Querido Santos:
Esta es la décima carta que te mando, no sé si es que no te llegan, no nos llegan a nosotros tus respuestas o simplemente si no la lees. Llevamos tanto tiempo sin saber de ti que hasta hemos pensado que te había pasado algo, ya sabes, solo con esa mujer... Por favor, tienes que volver al Arauca, el embarazo de Marisela ya está muy avanzado y puede dar a luz en cualquier momento.
Te quiere,
Tu tía Cecilia.
¿Embarazo? ¿Marisela estaba embarazada? ¿Iba a ser padre? Mi cabeza no dejaba de dar vueltas y me sentí muy abrumado. Tenía que volver al Arauca, era mi deber, ahora lo tenía claro. Bárbara ya no necesitaba mi ayuda y Marisela sí. Mi hijo me necesitaba. Por ello, aprovechando que Bárbara no estaba en casa, hice las maletas y me fui, sin ni siquiera despedirme de ella. No habría podido hacerlo, con una mirada de sus ojos celestiales me habría convencido de quedarme y no podía abandonar a mi hijo. Era mi segunda oportunidad de ser padre y esta vez iba a hacerlo bien. Además, Marisela era la mujer indicada. Nos casaríamos, formaríamos una familia. Haríamos como si Doña Bárbara nunca se hubiera cruzado en nuestro camino y seríamos felices, o eso es lo que me hice creer.
7 AÑOS DESPUÉS
Bárbara
—Arriba, Silvan— lo llamé, pero él no se movió. Típico, en sus casi siete años, siempre había dormido como un tronco y tenía muy mal despertar. Recuerdo como cuando era un bebé pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo y aunque ahora se había convertido en un niño muy activo, una vez que caía en la cama se olvidaba del mundo. En eso no se parecía a mí, como lo hacía en todo lo demás. Sus dulces ojos azules eran un calco de los míos, al igual que lo era su pelo castaño claro. Nuestras personalidades también eran similares. Silvan tampoco se dejaba doblegar tan fácilmente y comenzó a atacarme con su almohada. Yo me defendí como pude, contraatacando con cosquillas y entre risas, conseguí que se levantara.
Bajamos al comedor, donde mi esposo tomaba su café leyendo el periódico.
—Papa!—gritó Silvan, nada más verle y corrió a abrazarle. Volvió esta madrugada de su viaje de negocios a Hong Kong y Silvan estaba muy contento de verle después de una semana.
—Mein Sohn!—respondió este. Tenía costumbre de hablarle en alemán desde bebé y gracias a eso, Silvan ya hablaba un alemán fluido. Además, también dominaba el inglés y estudiaba francés. ¡Quién me iba a decir a mí que tendría un hijo tan inteligente y que hablara tantos idiomas! Me duele decirlo, puesto que amo el Arauca, pero mi hijo tiene más oportunidades de ser feliz aquí. Incluso la capital se le queda pequeña. Qué diferentes hubieran sido las cosas si Marisela también se hubiera criado en este ambiente, con la posibilidad no solo de leer y escribir a una temprana edad sino de aprender muchas otras cosas, como arte o música. Mis propios pensamientos me hicieron gracia, ¡ya hablaba como Santos! Pero una vez más, al pensar en él mi humor se tornó agrio. Siete años después y aún me sigue doliendo.
Hice un esfuerzo para no pensar más en él y me senté a la mesa con mi familia. El autobús escolar llegó y mi pequeño partió hacia la escuela. Me quedé sola con mi esposo, quien seguía absorto en su periódico.
—Hans, tengo algo que decirte—bajó el periódico y me miró a los ojos. Nerviosa, fijé la vista en mi café. Esta era una decisión importante— he decidido que quiero vender la hacienda. Quiero vender El Miedo—y dejar mi pasado atrás de una vez por todas.

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⏰ Última actualización: Apr 18, 2020 ⏰

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Doña Bárbara II: Verdades como puñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora