El ángel caído

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Santos:

Llegué a mi antigua casa de la capital con ella aún inconsciente y la recosté en la cama de mi antigua habitación. Se veía tan bella cuando dormía, como un ángel y eso era  precisamente  lo que era, un ángel, pero un ángel caído; un demonio, Lucifer hecho mujer. Pero a pesar de todo la amaba, la amaba con todas mis fuerzas y me odiaba a mí mismo por hacerlo. No podía estar con ella, no podía estar con una mujer así, sin escrúpulos. A pesar de amarla. 

Un pequeño movimiento de Bárbara me hizo volver en sí. Estaba despertando. Podía ver cómo esos ojitos azules luchaban por abrirse y me sentí muy culpable por lo que iba a hacer, pero no había marcha atrás, era lo mejor para todos.

   —Santos...— murmuró ella cuando me vio sentado a su lado y sonrió. 

No pude evitar sonreír también y, por inercia, pasé una mano por su suave cabello castaño

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No pude evitar sonreír también y, por inercia, pasé una mano por su suave cabello castaño. ¡Qué me está pasando! ''Santos, contrólate!'' me digo a mí mismo. Esa apariencia frágil y vulnerable estaba a punto de hacerme flaquear y sobre todo, esos labios. ¡Dios! ¿Por qué esos labios me atraían tanto? Era superior a mí y estuve a punto de caer, pero me acordé de todos sus crímenes, de todas sus mentiras, inclusive la de su aborto y esa compasión y dulzura que me transmitía se convirtió en rabia, desprecio y en odio. Sí, en odio. La odiaba con la misma intensidad que la amaba. Retiré la mano de su cabello con rapidez y ella me miró confundida. 


— Ahora vuelvo— dije, tratando de sonar lo más frío posible y ella solo me miraba y mirada a su alrededor, sin saber dónde estaba.

Cerré la puerta detrás de mi y me dirgí al cobertizo, no sin antes pasar por el minibar y servirme un buen vaso de Whisky. Lo necesitaba para tener la fuerza para llevar a cabo lo que estaba a punto de hacer.

Bárbara

Abrí poco a poco los ojos y lo que veía no me sonaba para nada. Dios, sentía que la cabeza me va a explotar y me moría de ganas por seguir durmiendo. Pero no podía, había alguien más en esa habitación y tenía que ver quien era. Hice un esfuerzo sobrehumano por abrir por completo los ojos y lo que vi me llenó de alegría. Santos, mi Santos estaba allí, velando mi sueño. Parecía perdido en sus pensamientos, así que decidí llamarle para hacerle reaccionar. El se giró hacia mí y yo le sonreí. Para mi sorpresa, él me devolvió la sonrisa y me acarició el pelo. Cerré de nuevo los ojos disfrutando de esta sensación de tranquilidad. Por fin, tras estos duros meses, me sentí en paz. Sin embargo, Santos se apartó bruscamente de mí y se excusó para salir de la habitación. Yo me sentí desconcertada, no comprendía nada. Aproveché para estudiar un poco más el lugar en el que me encontraba. Lo dicho, no me resultaba nada familiar, era la primera vez que estaba allí. Pero estaba con él. Pensaba que con Santos nada malo podría pasarme, ¡qué ilusa! 

Me incorporé un poco y comencé a tratar de recordar como había llegado allí. Primero estuve con el Sapo, le tenía atado y estaba a mi merced. Yo tenía un mechero, le iba a quemar vivo, le iba a mandar derechito al infierno pero, ¿lo hice? No conseguía acordarme, todo me daba vueltas y de pronto el dolor de cabeza se hizo más intenso. Poco a poco, todo se volvió negro.

Santos:

Volví a la habitación decidido y abrí la puerta con una fuerza innecesaria. Toda esa situación me producía ansiedad y el único canal para liberarla era la violencia. Sin embargo, lo que encontré allí no era lo que esperaba. Yo tenía la certeza de que Bárbara estaría que se subía por las paredes, desesperada por salir de allí, pero no. Bárbara se encontraba dormida profundamente y por un momento, volví a vacilar. ¡Qué débil soy! pero no podía hacerle daño a una mujer indefensa. No, yo quería hacerle esto a doña Bárbara, la cacica del Arauca, la devoradora de hombres, la fiera. Mi fiera. Volví a mirarla y otra vez sentí ternura por ella. Contemplé la posibilidad de dejar el plan e ir a la cama a abrazarla y no solo a abrazarla... ''¡No! ¿En qué estás pensando, Santos? Ella es un monstruo que no merece tu compasión, tu cariño y mucho menos, tu amor'' me regañé a mi mismo, aunque en realidad, lo que pretendía era convencerme. Era lo mejor y tenía que hacerlo por mi bien, por el de Bárbara y por el de Marisela. Mi sol. Recordé que no la había avisado del viaje y me sentí un poco culpable. No quería imaginarme lo mucho que sufriría si se enterase de que me encontraba en la capital, precisamente con su madre. Claro, que no de la forma en que ella estaría pensando pero, teniendo en cuenta mi historia con Bárbara, ¿me creería? Claro que no, yo tampoco lo haría. 

Me encontraba por enésima vez divagando, con la vista perdida. El cansancio ya comenzaba a afectarme y me parecía tentador ocupar el hueco que Bárbara dejaba en la cama. Dormir con ella una vez más... ¡No! De ningún modo. Me armé de valor e hice lo que tenía que hacer. Cogí las cuatro cuerdas que había traído conmigo y comencé a amarrarla a los postes de la cama. Sabía que eso era algo que detestaba y en cierto modo, me sentí mal por hacerlo, pero era la única manera de mantenerla quieta e impedir que se escapara cuando descubriera mis planes. 

Una vez que estuvo completamente amarrada, me di cuenta de algo que me encogió el alma. Yo no había sido precisamente muy cuidadoso de no despertarla mientras la ataba, sino que más bien lo hice con rudeza y, ¿para que mentir? con la intención de hacerle un poco de daño. Al fin y al cabo, se lo merecía, ¿no? Pero Bárbara no se había despertado, ni siquiera había hecho el amago de hacerlo, ¡Joder! Ni siquiera se había movido y eso me inquietaba, me preocupaba. Me acerqué lentamente, temeroso y la zarandeé un poco.


— Bárbara, despierta— pero ella seguía estática, así que la agité con más violencia, desesperado y furioso— ¡Bárbara! ¡Despierta! ¡Despierta, joder!— respiré profundo y volví a tratar de despertarla, ya con lágrimas en los ojos— Bárbara, despierta, por favor. Despierta, mi amor.

Nada. No despertaba. Comencé a preguntarme si ese golpe que le di fue demasiado fuerte y un escalofrío recorrió mi espina dorsal... ¿y si Bárbara estaba muerta? ¿y si yo la había matado?










Doña Bárbara II: Verdades como puñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora