"¿A qué estás jugando?"

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Bárbara:
Desperté alrededor del mediodía, o al menos eso fue lo que deduje por la posición del sol. Tardé un rato en reconocer dónde estaba pero, por suerte, ya no me dolía la cabeza. Entonces me acordé de lo del día anterior, maldito Santos, ¿cómo pudo hacerme esto? ¿Cómo pudo dejarme así? Me dirigí a la puerta y comencé a golpearla con todas mis fuerzas para llamar la atención de Santos, a la vez que gritaba su nombre con desesperación, pero nada, me tenía encerrada. Pero yo soy Bárbara Guaimarán, iba a salir de allí, costase lo que costase.

Santos:
— Bárbara... ¿me llamaste Bárbara?— dijo Marisela con los ojos inundados de lágrimas que denotaban evidente dolor.
¿Por qué lo hice? ¿Cómo pude llamarla Bárbara? Si yo la amaba a ella y no a su madre, ¿verdad? Será que la tensión que me producía tener a Bárbara encerrada en mi casa me había pasado factura, pero no iba a dejar que una simple equivocación destrozara mi relación con Marisela.
— No... Marisela... No me dejaste terminar, iba a decir que Bárbara me dijo que te dijera que te quiere— dije, sabiendo que sonaba bastante poco creíble, por suerte ella me creyó. Lo que con Bárbara hubiera sido una discusión que habría llevado a una tensión durante días y que solo se hubiera solucionado con una noche de pasión, con Marisela supe que ya me había perdonado cuando me miró con sus vivos ojos marrones y me abrazó con fuerza. Y me gustaba, con Marisela todo era simple, sin complicaciones.
— Yo también la quiero, Santitos. ¿Sabes dónde está? ¿Está bien? Después de lo que pasó con el Sapo me quedé muy preocupada por vosotros, pero me alegro de que estés bien, mi amor.
— Tu madre está bien, creo que huyó a una comunidad indígena, para volver a sus raíces y dejarnos ser felices— volví a mentir descaradamente, pero así Marisela no insistiría en buscarla.
— ¡Qué bien que por fin entendió que nosotros nos amamos! Ya no nos molestará más— dijo y la miré sorprendido, no era algo típico de Marisela decir esas cosas, sonaba más bien a algo que ella diría, a algo que la celosa y llena de odio Doña Bárbara diría, tras deshacerse de un enemigo. "Lo habré malinterpretado, Marisela es un ser inocente que nunca diría algo así y menos de su madre" me dije a mí mismo y solo asentí y sonreí.
Bajamos a desayunar y una hora después, me monté en el helicóptero que me llevaría de vuelta a la capital, a Bárbara, no sin antes hablar con Antonio y pedirle que cuidara Altamira y a Marisela durante estos meses en los que estaría fuera. También le pedí a mi tía que rezara por mí, puesto que me estaba metiendo en la boca del lobo.

Bárbara:
Tras un rato tratando inútilmente de tirar la puerta abajo me di por vencida y llegué a una triste conclusión: sin mis armas, yo no era más que una débil mujercita, como Federica o Cecilia. Solo con mi pistola era fuerte y temida, sin ella y sin mis peones, sin Melquiades... Dejé escapar una lágrima de impotencia y comencé a dar vueltas por la habitación buscando una alternativa. El rugido de mi estómago hizo que me detuviera. Me estaba muriendo de hambre, ¡estúpido Santos! Ni que quisiera matarme, ¿no? Volví a gritar su nombre golpeando la puerta, pero nada, ¿y si se había marchado? ¿Y si había salido a comprar algo? Sí, seguramente era eso, pensé y me senté en el alféizar de la ventana para mirar a través de los barrotes cuando venía.

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Doña Bárbara II: Verdades como puñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora