X: LOS ESTRAGOS DE LA LUNA.

23 0 0
                                    

El día se había obscurecido repentinamente, el viento detenido y cuando logré entrar a mi casa, estaba impregnada en vaho y cerveza. Las paredes enmohecidas y el papel mural lucía ennegrecido parecía que  decían a gritos que allí se ocultaba un secreto, pero no podía oírlo. El crepitar de la madera y los ruidos en el piso de arriba habían conseguido alterarme el pulso, oí un balbuceo y un gemido, el viento azotó la puerta principal y pegué un salto, me habían oído. Un carraspeo respondió a mis temores, aterrorizada fui a esconderme, pero dentro de ese saloncito hediondo no había ni un solo mueble donde ocultarme, me quedé petrificada en el lugar dónde estaba y esperé el causante de mi martirio. Y ahí estaba en el inicio de las escaleras, llevaba una polera  blanca sin mangas ennegrecida de sudor, unos calzoncillos raídos y bajo las axilas de aquel hombre brotaban centímetros y centímetros de vello, en su mano izquierda una botella de cerveza vacía sostenía. Una barba de una semana descansaba en su rostro hosco y torvo, y bajo ese espeso y enmarañado vello una sonrisa asquerosa se insinuó en su boca y tres palabras salieron como veneno a mi cuerpo.

- Bienvenida a casa.

Había pasado más de cuatro años de ese episodio, pero aún lograba recordar con tanta claridad cada detalle que me parecía que estuviera viviendo nuevamente el dolor de aquella mañana, aquella decepción que me quemó por dentro renacía. Mi madre había sido golpeada hasta la inconsciencia y yo no estaba lejos de ello. Meses antes la conducta de mis padres inició un rápido metamorfosis, mi madre estaba cada vez más deprimida y mi padre todo lo contrario, salía cada día perfumado, con el dinero de mi madre y con una sonrisa hipócrita se despedía de nosotras, pasábamos todo el día suspirando con la desesperación silenciada en lágrimas, en movimientos violentos y trastes rotos, toda muestra de enojo frente a él era un pasaje seguro a sentir su puño en nuestros pómulos o sus patadas en nuestros omóplatos, por lo que recurríamos a nuestros silencios para reprimir algo del dolor de nuestra vida, de las hematomas de nuestra cobardía. En las tardes llegaba sonriente, tomaba una de las decenas de cervezas que guardaba en el refrigerador y si algo no le gustaba de dentro de la casa recurría a su único modo de entretención: los golpes. Salíamos corriendo de su furia y nos refugiabamos en el baño hasta que sus gritos se apagaban por completo y sentíamos otra vez el  portazo en el primer piso, respirabamos aliviadas y  regresábamos a nuestra rutina esperando a la única esperanza que nos resultaba más sencilla: la muerte.
No sabíamos cómo enfrentarnos a él, qué medidas tomar, nos sentíamos solas, abandonadas a nuestra suerte. Pero debíamos seguir esperando hora a hora, día a día y sin embargo aún si esperábamos todo parecía quedarse estancado en una sola parte del tiempo, en el horror y la angustia, no había lugar para más.

Había pasado cerca de un año desde que  me había marchado de ese calvario, hacía un año ya que no sabía nada de mis padres, me faltaba tan poco dinero para recurrir al aeropuerto pero... No me atrevía a pedirle dinero a Javier, tal vez él ya sabía a lo que yo antes me enfrentaba pero...no sabía qué era sentirlo, no sabía qué era ver a tu madre sangrar noche tras noche, verle vomitar de los nervios al llegar la hora de que aquel mounstro cruzara las puertas y destruyera la poca paz -si a eso se le puede llamar paz- que lograbamos construir en el transcurso del día. Hasta que decidí irme y dejar de vivir esa crónica infinita. Pero tras un año viviendo a kilómetros y kilómetros de distancia aún no lograba apaciguar mi dolor.

A los dieciséis años huí por primera vez, cansada de los gritos y de los golpes...de la injusticia. Me lancé a las aguas frías a mitad de la noche, desperté seis horas más tarde con hipotermia, hospitalizada. Mi madre tenía un nuevo moretón. No volví a escapar.
Tiempo más tarde mi padre no volvió a casa, pasamos ciento veintidós días  de felicidad y calma sin él, sin embargo regresó; había sido encarcelado, un asalto y una pelea fuera de un bar no eran delitos menores, hubiésemos deseado que matara a alguien pero no lo hizo y tuvimos que seguir soportando sus arrebatos hasta que fui a la fiesta de la playa y todo cambió, fue como si aquella desgracia eliminara o nos eximiera de todo, nos diera la excusa para irnos de allí, pero no era suficiente, no era una solución, necesitábamos justicia y mi padre necesitaba ser ajusticiado, pero ese día jamás llegó, tal vez no quisimos seguir luchando por una ley natural, una ley social...

YOU AND MEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora