¿Acaso soy un ser humano tan despreciable? ¿Tan malos fueron mis actos en vidas pasadas para estar viviendo este martirio? Se preguntaba Elián, mientras caminaba con las manos enguantadas en nitrilo. Era una de esas tardes interminables, de un vaho caluroso y permanente que emerge del piso y no deja ni respirar. Los letreros del hospital eran mares de letras, como hormigas intentando entrar por sus oídos.
En la universidad decían que era un joven con un futuro prometedor, tan prometedor y deslumbrante como Helios, el dios del sol. Transmitía energía, encanto y una cierta excentricidad.
La medicina siempre había sido su gran pasión, las tardes abarrotadas de pacientes en las prácticas, los llantos, las risas, los gritos y el silencio tenso de las salas de espera habían sido siempre su motor.
Un joven acomodado que había decidido estudiar una de las carreras más exigentes, era un reto para sí mismo, o lo fue durante varios años. Pero ahora, ahora se encontraba frente a un muro de concreto de varios metros de altura; se sentía atrapado, indefenso, acorralado por dilemas que eran demasiado confusos, demasiado borrosos. Tenía ese indescriptible sentimiento de angustia y desasosiego, que niebla la cordura de cualquier persona.
Empezaba a cuestionar todas y cada una de las decisiones que había tomado a lo largo de su vida. Y al recibir, tratar y despachar a cada uno de sus pacientes, el mísero medico pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.
Ann