Prólogo: El Juicio

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Aquel día, el día en el que la desgracia sacudió el corazón del mundo, el aire estaba cargado de humedad y malos presagios.

Pese a que la electricidad ya se palpaba en el enrarecido ambiente, los tres soles brillaban en el cielo aún inmunes a los amenazadores nubarrones negros que se acercaban por el oeste, provenientes del océano. Como cada término de ciclo, los tres astros permanecían alineados sobre la cúpula del palacio creando una imagen majestuosa. Gracias a ese curioso fenómeno astronómico, el impresionante edificio, que se sostenía milagrosamente desafiando a la gravedad en la ladera de la montaña más alta de la cordillera del Fin, parecía coronado con uno de los halos celestiales que únicamente podían ser portados por los que allí moraban.

Sí. Aquel fatídico día, los rayos solares se reflejaban en el mármol como si de cristal se tratara, mientras que las vidrieras parecían estar hechas de piedras preciosas. Los setos de los intrincados jardines, junto con las hermosas flores de los parterres y las enredaderas que ascendían por los muros hasta más arriba de lo que alcanzaba la vista, se encontraban jalonados de gotas de rocío que reducían como perlas. Las formas caprichosas de las torres y la exquisita profusión de terrazas y escalinatas, de columnas y arcos, dotaban al conjunto de una belleza sin parangón en todo el Imperio de Wynmeral. No en vano era el orgullo de Astirimein, la esplendorosa capital.

Pero la variopinta multitud que se agolpaba a las puertas del palacio no estaba allí para contemplar su belleza. En el interior se estaba celebrando un juicio.

Muchos de los que allí se congregaban habían viajado desde los confines del Imperio -y desde más lejos todavía- para presenciar aquel acontecimiento, que llegaría a marcar un devastador punto de inflexión en la historia. Y es que, pese a que nadie podía imaginar aún tan fatal desenlace, había claros indicios de que algo no marchaba bien.

Además de aquella atmósfera sofocante y amenazadora, y de que en el Tribunal se habían reunido los señores de las más grandes casas nobiliarias caelestis, también se encontraba entre los jueces una representación de los respetados Sabios de Urten, los artífices de aquel prodigio de la ingeniería que constituía el Palacio Real y quienes únicamente dejaban sus estudios para tomar parte en los asuntos que juzgaban de vital importancia. Pero lo extraordinario no acababa ahí. Sin duda, lo más asombroso de todo fue que en él participaron por vez primera los portavoces de las otras razas.

Pese a lo estipulado en el Tratado de Illiobe, que desde tiempos inmemoriales determinaba los límites que los gobiernos de cada raza debían respetar a la hora de inmiscuirse en los asuntos de las demás, el resto de pueblos habían considerado que merecían decidir también en el juicio caelesti. Porque lo que allí se discutía no solo afectaba a su estirpe, sino que podía suponer un grave problema para todas las razas. Para todo su mundo.

Y no se equivocaron.

Pese a la gran expectación que había provocado el proceso judicial, el interior de la residencia real estaba vedado a la mayoría, y los curiosos que no podían entrar acamparon ante las puertas de la muralla, al pie de la montaña en cuya ladera estaba situado el palacio, para ser los primeros en enterarse del veredicto final. Así pues, la Plaza de la Reina Illiobe, el centro neurálgico de Astirimein, se llenó de actividad y colorido. Grandes e historiadas tiendas de acaudalados caelestis compartían el espacio con improvisados mercados en los que se podía encontrar cualquier cosa, desde comida hasta artículos de lujo, pasando por esclavos y bestias exóticas. Un poco más allá, familias de daboos que habían acudido tan preocupadas por el juicio como atraídas por el ambiente, esquivaban los pequeños campamentos en miniatura de suivis, que se ajustaban al tamaño de sus diminutos habitantes, y muchas más gentes extrañas -espigados lacaelos, resistentes kartos, elegantes siphros...- ocupaban las fuentes y recintos ajardinados que adornaban la plaza y las escalinatas de los otros edificios gubernamentales y las residencias de nobles que se articulaban alrededor de su contorno circular.

Sin embargo, pese a todo aquel revuelo, los secretos estaban a salvo tras los inmaculados muros. Ningún detalle era capaz de traspasar aquellas pesadas puertas de bronce labrado con detallados relieves. Esto dio pie a que circularan un sinfín de increíbles rumores, aunque ninguno se acercaba a la demoledora realidad: se estaba juzgando a la mano derecha del Emperador Cael el Excelsius, que se encontraba presidiendo el tribunal.

Tras un proceso que se había prolongado casi la mitad de un ciclo, aquel día se decidió la sentencia. El orgulloso archiduque Astraeus, segundo del Emperador -y el verdadero gobernador en las sombras del Imperio-, sería despojado de su rango divino y de su cargo; se le cortaría su halo y pasaría a ser un paria allá donde fuese. Nunca antes se había aplicado una pena tan brutal; una condena que para un inmortal caelesti era peor que la muerte.

¿El motivo? Había sido encontrado culpable del delito más abominable que podía cometerse: suplantar a dios.

Astraeus había desarrollado una horrible forma de aumentar el poder que le era concedido por el cosmos a cada caelesti. Una manera sucia y oscura de obtener grandeza que conllevaba mucho dolor y sacrificio, aunque, claro está, no el del propio Astraeus. De esta forma, había llegado incluso a superar a su señor, el actual dios y emperador, y en su delirio de grandeza se había erigido en dueño y gobernante de su propio mundo. Un mundo paralelo, impío y oscuro, lleno de pecado y desidia, donde él podía ser la única deidad, el único amo incuestionable.

Ahora, sería desterrado allí, junto a sus abominables creaciones. Pero ya no se convertiría en el dios que había soñado. Su castigo era arrastrarse como una de esas criaturas inmundas por la tierra que él mismo creó y que un día quiso gobernar. Sería pisoteado y humillado por aquéllos a los que dio vida: los humanos.

No obstante, con su particular rebelión hacia el poder imperial, Astraeus había desatado una devastadora tormenta. Nunca habría imaginado hasta qué punto su descubrimiento podría despertar la ambición de sus conocedores. Porque, a pesar de que se tomaron medidas para preservar la discreción y los únicos que tuvieron acceso a ese conocimiento prohibido fueron los que habían participado en el juicio, el problema era que habían formado el tribunal precisamente los personajes más influyentes y codiciosos de todos los rincones del mapa. Muy pronto, los elitistas caelestis comenzaron a cuestionar a su emperador, que se encontraba desbordado por la situación. El Excelsius no tenía idea de qué hacer con el nuevo mundo creado por el que un día fue su mejor amigo; el mismo que había acabado traicionándolo. Ahora estaba completamente solo, al mando de un barco a la deriva. Por su parte, los Sabios ansiaban convertirse en los guardianes y únicos usuarios de aquella magia oscura y someter a los descarriados humanos a su recta voluntad. El resto de las razas, que siempre habían estado supeditadas al poder caelesti, aprovecharon la coyuntura para forjar sus alianzas e instigar un levantamiento hacia un imperio sin ejército. Un imperio que no lo necesitaba porque nunca antes había sufrido amenaza alguna.

Sí. Aquel día, los malos presagios se cumplieron. Mientras que los truenos resonaban en el exterior, se abrían los cielos y las aguas celestiales caían inundando la tierra; mientras los fuertes vientos obligaban a los que esperaban en la Plaza de Illiobe a buscar refugio apresuradamente y el Emperador pronunciaba la sentencia que significaría el fin del que había sido su más cercano amigo durante casi toda su larga existencia, otra tormenta se desataba: en el interior del Palacio Real se estaba fraguando una guerra.

La primera de muchas a partir de entonces.

Y después, oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora