1. El observador

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Mientras que el centro de la ciudad nunca dormía, la zona industrial se apagaba lentamente. Poco a poco, los edificios de oficinas se iban quedando desiertos; cada vez eran menos los coches que circulaban por las grandes avenidas y el lejano sonido de las sirenas quedaba amortiguado por la bruma.

Aunque durante el día aquel sitio estaba lleno de bullicio y ajetreo, ahora tan solo se oía el romper de las olas contra el puerto y, de cuando en cuando, el golpeteo de los cables de las grúas mecidos por el viento. Los enormes buques mercantes esperaban su momento para partir a destinos lejanos y los barcos pesqueros, que parecían juguetes en comparación, descansaban hasta que llegara su hora de salir a faenar, antes de que el sol se levantara de nuevo. En el cielo no había gaviotas peleándose por algún despojo, y la luna, redonda como una reluciente moneda, aparecía de cuando en cuando entre las nubes, aún muy baja en el horizonte. El ambiente era sobrecogedor...

- ¡Corre, vamos, corre! -Dejó escapar un par de carcajadas llenas de desprecio - ¡Mirad a ese puto cobarde!

- ¡No vales ni para echarte a los perros!

- ¡Cuando te partamos las piernas no vas a correr tanto!

- Te portarás mejor, ¿verdad, imbécil? - Dijo la primera voz.

Una solitaria figura, estratégicamente apostada en lo alto de un contenedor de entre los muchos que había allí apilados, percibía los gritos con toda claridad. Además de dominar todo el callejón, desde donde se encontraba la resonancia le permitía escuchar sonidos que llegaban desde mucha distancia.

"Aunque tampoco cuesta mucho oírlos", pensó con fastidio. Le encantaban los ambientes tétricos como aquel puerto industrial al anochecer, justo cuando el sol desaparecía en el infinito y un resplandor casi sobrenatural iluminaba el cielo tenuemente. Tanto era así, que había llegado a relajarse y disfrutar de la oscura tranquilidad que se respiraba... hasta que escuchó aquellas voces.

Definitivamente, la densa y oscura calma había desaparecido. Se puso en guardia.

Un chico dobló la esquina corriendo, seguido por las nubes de vaho que ascendían desde su boca con cada costoso jadeo. Cojeaba ligeramente y su pelo, negro y ensortijado, parecía demasiado revuelto. Tenía la piel pálida, rasgo acentuado aún más si cabe por el miedo que se traslucía también en sus ojos, oscuros como dos pozos de noche infinitos. Su delgado rostro y su porte esbelto hubieran parecido atractivos de no ser por las magulladuras, el ojo morado y la ropa desgarrada, además de la fea herida que tenía en la frente. De ella partía un hilo de sangre que se unía al manantial que fluía de su nariz y sus labios partidos hasta bajar por su cuello.

Todo parecía indicar que le habían dado una paliza, pero aun así había conseguido escapar.

"No", se corrigió, "lo han dejado escapar".

Aunque no los seguía desde hace mucho -un par de semanas a lo sumo- había llegado a conocer bien sus sádicos hábitos. Como había podido comprobar, los tipos que le habían hecho eso a aquel muchacho pertenecían a esa clase de fracasados que necesitaban propinar palizas a algún pobre diablo, más fracasado que ellos a ser posible, para creer así que no eran tan patéticos como el resto de su especie.

Suspiró con desgana. Estaba hastiado de las fútiles pretensiones humanas por dejar de ser basura.

En ese momento, un grupo de enmascarados entró en el callejón. Hoy tampoco era el día en el que se había propuesto atraparlo, así que, como iba siendo su costumbre, decidió limitarse a contemplar aquel particular espectáculo. Podrían tacharlo de cruel por no socorrer al asustado muchacho, pero, sencillamente, le era indiferente la vida de un estúpido.

Y después, oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora