Capítulo 1.

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Katsuki desapareció después de la escuela un viernes por la tarde, allá estábamos en segundo curso y las cosas pequeñas parecían muy importantes y las cosas importantes, muy pequeñas. Aquella tarde no fue raro verlo entrar en el auto de su padre, un convertible rojo cuyas ruedas chirriantes resonaron en mi mente durante años.

Katsuki y yo habíamos sido mejores amigos desde el día en el que nacimos hasta el día en el que su papá lo buscó de la escuela y nunca lo llevó a su casa. Incluso éramos vecinos, las ventanas de nuestros dormitorios se reflejaban entre sí.

Su ventana ha estado vacía por diez años, pero a veces, miro hacia su habitación y sigue exactamente como estaba cuando desapareció. La mamá de Katsuki, no movió nada. En los últimos diez años, se casó de nuevo e incluso tuvo dos hijas, pero el dormitorio de Katsuki nunca cambió. Se convirtió en un santuario polvoriento, improvisado e infantil; pero igual lo entiendo. Si lo limpias, significa que tal vez él no volverá.

Algunas veces pienso que todas esas supersticiones –cruzar los dedos, no pisar las líneas, santuarios como los de la habitación de Katsuki- provienen de querer algo con mucha intensidad.

El papá de Katsuki fue muy inteligente al elegir la forma para llevárselo. Era un fin de semana largo y se suponía que llevaría a Katsuki a la escuela en la mañana del martes. A las diez de la mañana, todavía no habían aparecido. A las once, la mamá de Katsuki estaba en la secretaría de la escuela. A las tres de la tarde, había cámaras de televisión esparcidas por el estacionamiento de la escuela y por el césped de la casa de Katsuki. Se nos vinieron encima como versiones electrónicas de cíclopes, queriendo saber cómo estábamos, qué estábamos haciendo nosotros, los niños, ahora que nuestro amigo había desaparecido.

Ochako se puso a llorar y mi mamá nos hizo sentar en la mesa y comer unas galletas: Oreo con doble relleno. Así es como supe que la situación era muy grave.

Todos pensamos que Katsuki y su papá volverían esa noche. O al día siguiente. O seguro el fin de semana. Pero nunca volvieron. Katsuki y su papá habían desaparecido, habían flotado hacia la nada, como las nubes en el cielo, y eran incluso más difíciles de alcanzar.

Podían estar en cualquier lado y ese pensamiento era lo que hacía que el mundo pareciera tan amplio, tan vasto. ¿Cómo podían desaparecer las personas...? ¿Así de simple? La mamá de Katsuki, en sus momentos de mayor lucidez, cuando no estaba llorando o tomando pastillas blancas pequeñas que solo la hacían verse triste, decía que viajaría hasta el fin del mundo para encontrarlo, pero parecía que Katsuki ya había alcanzado el fin del mundo y se había caído en el abismo. A los siete años, esa era la única explicación que tenía algún sentido para mí. El mundo era redondo y giraba demasiado rápido, y Katsuki se había ido, girando y alejándose de nosotros para siempre.

Antes del secuestro de Katsuki, mi papá solía decir: ''¡La ausencia hace que el corazón crezca!'', y me daba besos ruidosos en ambas mejillas cuando me abalanzaba para saludarlo a la vuelta del trabajo. Después dejó de decir esa frase (aun cuando sus brazos eran más fuertes que antes) y me di cuenta que no era verdad. No era verdad en absoluto. La ausencia de Katsuki nos partió a la mitad, dividió nuestro vecindario a lo largo de una falla geológica que tenía la fuerza necesaria para ocasionar un terremoto.

Un terremoto hubiera sido mejor. Al menos durante un terremoto puedes entender por qué estás temblando.

Los vecinos formaron equipos de búsqueda, se tomaban de las manos mientras caminaban por las zonas frondosas detrás de la escuela. Hacían colectas, compraban café para los policías, y nos mandaban a Ochako, a Tenya y a mí a jugar. Incluso nuestra rutina de juego había cambiado. Ya no jugábamos a la casita. Jugábamos al ''Secuestrado''.

''Bueno, yo soy la mamá de Katsuki y tú eres Katsuki, y Tenya, tú eres el papá'', nos indicaba Ochako, pero no estábamos seguros de lo que teníamos que hacer una vez que Tenya me llevaba por la fuerza. Ochako fingía llorar y decía: ''¡Mi bebé!'', que era lo que la mamá de Katsuki había estado gritando aquel primer día antes de que los tranquilizantes le hicieran efecto, pero Tenya y yo nos quedábamos parados, de la mano. No sabíamos cómo terminar el juego. Nadie nos había mostrado cómo y, de todas formas, mi mamá nos ordenó dejar de jugar a eso, porque íbamos a poner triste a la mamá de Katsuki. ''Pero siempre está triste'', había dicho yo, y ninguno de mis padres dijo algo después de eso.

A veces, pienso que si hubiéramos sido más grandes, habría sido más fácil. Muchas conversaciones se terminaban cuando yo estaba cerca, y aprendí a bajar las escaleras en silencio para poder escuchar las charlas de los adultos. Descubrí que si me sentaba en el noveno escalón podía ver la cocina y la de estar, donde la mamá de Katsuki se pasaba las noches sollozando con el rostro entre las manos, mi mamá sentada junto a ella sosteniéndola y abrazándola, como me sostenía a mí cuando me despertaba después de soñar con Katsuki, con la etiqueta de la parte trasera de su camiseta, mi pijama empapado con sudor provocado por la pesadilla. Siempre había copas de vino sobre la mesa, surcadas con una resina oscura que se parecía que se parecía más a la sangre al Cabernet.

Y el llanto de la madre de Katsuki hacía que mi piel se sintiera rara, como si alguien me la hubiese dado vuelta. No siempre podía escuchar lo que decían, pero no importaba. Ya lo sabía. Ella estaba triste porque quería sostener a Katsuki de la misma forma en la que mi mamá estaba sosteniéndola a ella.

- No me podré ir nunca –lloró ella una noche mientras yo escuchaba desde las escaleras y contenía la respiración por si alguien me veía-. No me puedo ir, ¿entienden? ¿Qué haríamos si Katsuki vuelve y no hay nadie...? Ay dios, Ay dios.

- Lo sé – decía mi mamá una y otra vez-. Nos vamos a quedar contigo. Nosotros tampoco nos iremos.

Fue una promesa que ella también cumplió. No nos fuimos. Permanecimos en la misma casa de al lado. Otros vecinos se fueron y se mudaron nuevos, y parecía que todos sabían acerca de Katsuki. Se había convertido en una celebridad local en ausencia, famoso porque no se lo encontraba; un fantasma.

A medida que pasaba el tiempo, se hacía difícil imaginar cómo luciría, aun cuando la policía le hiciera una progresión de edad a su foto de segundo curso. Todos miramos la representación artística del crecimiento de Katsuki a lo largo de los años. Tenía la nariz más grande, los ojos más amplios, la frente más alta. Su sonrisa ya no era tan pronunciada y los dientes de leche se transformaron de dientes de adulto. Sin embargo, sus ojos nunca cambiaron. Esa era la parte extraña. La parte esperanzadora.

Nos quedamos, observamos y esperamos a que volviera, como si nuestro amor fuera un faro que él pudiera usar para iluminar su regreso a casa, para trepar por los costados de la tierra hasta la puerta del frente, la etiqueta de la camiseta todavía sobresaliéndole por la espalda.

Luego de un tiempo, sin embargo, después de que pasaran los años y que las fotos cambiaran y las pistas falsas nos llevaran a ningún lado, comenzamos a sentir que el faro ya no era para él. Era para los que habíamos quedado atrás, era algo a lo que aferrarse cuando nos diéramos cuenta de que cosas terribles podían suceder, que los villanos no lo existían en los libros, que Katsuki tal vez no volviera nunca a casa.

Hasta que un día regresó.

Izuku & KatsukiWhere stories live. Discover now