I - Pensamientos en las Nubes

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"Un largo viaje empieza con un único paso." (Lao Tsé )

Hubo un tiempo en que las cosas más sencillas eran importantes, en que las personas se saludaban en las calles, en que la chiquillada no se quedaba enclaustrada dentro de casa jugando a los videojuegos o en el ordenador. Aquel era un tiempo de cosas importantes, que ya casi no existen, como el escondite, policía y ladrón, la cometa, o el baño en el río limpio. Un mundo sencillo, pero bonito. Los más viejos sonreían y se quitaban el sombrero para saludar a los vecinos, paraban para preguntar por la salud ajena, hablaban del tiempo, charlaban sobre cualquier cosa.

Es en esa época, en un pueblecito llamado Monte Belo, allá en el estado de Río de Janeiro, que vamos a encontrar a un niño, sentado en la puerta de su casa. Miraba a las personas pasar apuradas para llegar a sus compromisos. ¿Su nombre? Eduardo.

Nada para él era novedad, ya que conocía la rutina de todos en la villa donde vivía. Mantenía la mirada perdida, dejando sus pensamientos volar, como era común en los niños de su edad.

Con 11 años, ojos azules como el cielo abierto, cabello castaño claro enmarcando su rostro, y complexión delgada, Eduardo vivía con sus padres y hermanos en una casa sencilla, construida para los trabajadores de una fábrica antigua en su pueblo. Sencilla y humilde, pero llena de amor, tenía un jardín pequeño delante, lleno de lirios amarillos cuyo perfume llegaba hasta la acera, trayendo sonrisas al rostro de quien pasaba.

 Sencilla y humilde, pero llena de amor, tenía un jardín pequeño delante, lleno de lirios amarillos cuyo perfume llegaba hasta la acera, trayendo sonrisas al rostro de quien pasaba

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La pobreza no incomodaba a Eduardo, porque él no pensaba en jerarquías sociales. Lo que él quería era jugar al fútbol con sus amigos y hacer volar su cometa en el jardín del Villarejo. Jugaba hasta el sudor correr abundante por su cuerpo y después volvía a casa, cansado, sin importarse con el tiempo. Cuando caía la noche, su madre siempre gritaba desde la cerca:

— ¡Dudú! Ven para casa, ya has jugado mucho hoy.

— ¡Está bien mamá! Ya estoy yendo.

Era un tiempo donde no había teléfonos móviles y después de terminar sus tareas escolares, los fines de semana se sentaba en la acera delante de la puerta de su casa y viajaba en su imaginación. Observaba a las personas, hasta que su madre le llamaba a casa. Iba a la cama a acostarse y dormía rapidito, así que ponía la cabeza en la almohada.

Por la mañana temprano, el niño se preparaba para ir al colegio puntualmente. Su madre cuidaba del uniforme, los pantalones bien planchados de color gris; la camisa a cuadros azul y blanco. El emblema de la escuela en el bolsillo derecho.

La directora de la escuela se llamaba Carolina. Ella observaba a los niños y sus ropas, con el fin de verificar el aseo personal antes de entrar en el aula, con una rigidez casi militar. El portón de la escuela cerraba a las siete y media de la mañana, y, en ese horario, todos los alumnos tenían que estar formados – alineados por orden de altura, frente a la bandera nacional. Cantaban el Himno Brasileño y recibían alguna instrucción de la coordinadora. Realmente parecía una escuela militar.

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