II - La Nueva Escuela

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Con buena voluntad, la madre del niño siempre le acompañaba en los estudios en casa, todas las noches. Intentaba mostrarle la importancia de dedicarse al aprendizaje y garantizar un futuro mejor para sí. Incluso con todo el trabajo durante el día, ella tenía una paciencia infinita para quedarse al lado de Eduardo. Por eso, el niño se esforzaba tanto... Pues lo primero que le gustaría hacer era ofrecerles una vida mejor a sus padres. Su padre también se sentaba a su lado, y se transformaba en alumno, dispuesto a aprender a leer mejor, visto que estudiara solamente hasta la enseñanza primaria. De vez en cuando, los niños se quedaban mirando a su madre pidiéndole al padre que leyera revistas y libros, donde ella le acompañaba para ayudarle a mejorar su relación con las palabras.

— Hijo mío, estudia lo máximo que puedas. Las oportunidades ya son difíciles para aquellos que estudian. ¡Imagínate si la persona no se esfuerza! Tú has ganado un regalo de Dios. Tu memoria es espectacular y puedes ser alguien en la vida, con dedicación. Voy a ayudarte y dar lo mejor de mí – decía doña Catarina, su madre.

— ¡Mamá, yo te amo a ti y a papá! Agradezco lo que hacéis por mí. Estoy esforzándome en la escuela, dando lo máximo de mí. Lástima que será muy difícil hacer una facultad – respondió Eduardo.

— Continúa estudiando y lo vamos a conseguir – respondía su madre sonriendo.

En el fondo ella sabía que aquel era un sueño casi imposible. El señor Roberto y sus hermanos habían sido criados en el campo y direccionados al trabajo en la fábrica. La abuela de Eduardo se mudó al pueblo después de separarse de su marido. Su mentalidad era la de que los hijos deberían trabajar como operarios en industrias, pues a pesar de ganar un salario bajo, eso les garantizaría el sustento de cada mes.

El muchacho se acostumbrara con la condición sencilla. Al ver a los otros alumnos de su escuela con juguetes caros, no se importunaba con eso. En cuanto terminaba de estudiar, se juntaba a los niños de la villa y jugaba a las canicas, hacía volar cometas y jugaba a policías y ladrones, que era una especie de juego de "correr y pillar" entre los amigos. También le gustaba jugar al fútbol con pelotas improvisadas. No había riqueza, pero había creatividad y alegría de sobras, pues la felicidad no necesita medida. Existe para ser sentida y, a veces, está en las cosas más sencillas; una mirada, una sonrisa, una palabra de amor, tal vez.

El niño estaba loco para tener una bicicleta, y su padre esperó hasta que algún amigo cambiara la bicicleta del hijo para entonces comprar una usada para Eduardo, que se puso muy feliz con el regalo.

La infancia del niño, que ahora se convertía en un joven, con su dedicación a los estudios, los juegos con los niños de la villa y el amor de su familia, fue impar. Posibilitó que nunca parase de soñar y utilizar la imaginación como bien entendiera. Hubo un sábado, por ejemplo, en que Eduardo se sentó en la escalera del porche y se quedó allí, soñando con los ojos abiertos. Miraba la villa y veía a un gigante bajando la calle, como si fuera real, hundiendo el suelo con sus pisadas fuertes. Tenía más de diez metros de altura y la cabeza como la de una esfinge egipcia. En su imaginación, el monstruo decía: "He venido a dominar la villa".

Otras veces dejaba la imaginación levantar el vuelo en la iglesia, durante la misa que parecía infinita... Él se veía volando en el techo con su espada, luchando contra ángeles crueles.

"Vosotros no podéis entrar en la iglesia, ángeles malos. Voy a destruiros con mi espada y mi escudo".

Mientras el pastor hablaba a los fieles, el niño se veía levitando por encima de la cabeza de todos, expulsando a los seres que huían al ver su coraje. Por encima del orador en la tribuna, los ruidos estridentes de las espadas eran los únicos que el niño oía, sonriendo satisfecho al dejar el recinto libre de los ángeles rebeldes.

El Bisturí de OroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora