VI - La Semilla del Crimen

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El tiempo pasó. Helena le enviaba cartas a Eduardo casi todos los meses y él suspiraba de añoranza, sintiendo el perfume de ella impregnado en el papel, repleto de besos dibujados y pintados de rojo. Se acordaba de ella con cariño y se ponía triste por no poder visitarla. São Paulo estaba lejos y el dinero era poco, pero decidió que tendría dinero para costear los pasajes y visitarla para aliviar la añoranza... ¿Pero será que ella le esperaría tanto tiempo?

En cuanto a Glauco, el joven evitaba a aquel que un día considerara como amigo, siempre que le era posible. Como máximo un saludo, meneando el cuello y mirando de lado, como quien decía: ¡Estoy de ojo en ti! Pero Glauco, con la mayor desfachatez, siempre intentaba charlar con Eduardo. Quería acercarse a él y reatar la amistad. No creía que había hecho nada tan malo al abordar a la novia del colega.

Lo demás, nada había cambiado. Doña Catarina continuaba trabajando con ahínco, siempre con los ojos enfocados en el objetivo de ayudar a su hijo a graduarse médico, y no escondía ese deseo a nadie. Por el contrario, sentía orgullo de decírselo a todo el mundo, innúmeras veces.

Ese es el amor de los padres por los hijos, es un hecho inmutable. En los momentos de éxito, eso puede parecer irrelevante a muchas personas, pero en las ocasiones de fracaso, cuando nos vemos sin rumbo, los padres ofrecen consuelo y seguridad que no se encuentran en cualquier lugar. Catarina estaría siempre allí por Eduardo, independientemente de la situación.

Los padres de Eduardo sabían lo que había ocurrido entre Glauco y Eduardo y no les gustó ni un poco la actitud del amigo del hijo. Pero una tarde de sábado, Glauco decidió aparecer en la casa de Eduardo, incluso peleado con él. Pensó que, como conocía a sus padres, podría disculparse e intentar aproximarse otra vez a la familia. Sabía que eran religiosos y le perdonarían. Esperó a que el chico saliera para jugar al fútbol con los amigos de la villa antes de tocar a la puerta. El señor Roberto y su esposa le recibieron con la simpatía y generosidad que les era peculiar.

— ¡Hola doña Catarina! He venido para pedirle disculpas a Eduardo por la tontería que hice. Me siento arrepentido por haberme acercado a su novia. Ahora que ella se ha ido, creo que no hay necesidad de nutrir un sentimiento de rencor con relación a mi persona. Yo prometo que eso jamás se va a repetir y quiero decir que aprecio mucho a su hijo. Es un chico estupendo.

— Yo conozco a tus padres y sé que son personas buenas. Tú necesitas tener respeto con tus amigos y no insinuarte con sus novias, estoy seguro de que si no es así no te quedará ningún amigo en tu vida. – El señor Roberto entró en la conversación, serio.

— Pero no hay problema – doña Catarina intentó apaciguar. – La chica se fue y vosotros debéis empezar una nueva vida, de amistad y perdón.

— ¡Menos mal que ustedes me entienden!

El señor Roberto le miró con un aire de desconfianza, pero no quiso echar más leña al fuego pues eran jóvenes y tenían mucho que aprender en la vida. Los padres, conmovidos con la disposición de Glauco, estaban dispuestos a pedirle a Eduardo que le perdonara. Glauco agradeció por interceder a su favor y continuó conversando con ellos mientras Eduardo no llegaba.

— Qué pena que el padre de Helena tuvo que mudarse con la familia – dijo Glauco, fingiendo una tristeza que no sentía. – Va a ser difícil para Edu y ella encontrarse. São Paulo está muy lejos, y el viaje es muy caro.

— Sin duda, será difícil mantener este noviazgo – respondió doña Catarina. – Espero que mi niño no se enamore de nadie más... Él va a estudiar para ser médico, si Dios quiere. Pero para eso es necesaria mucha dedicación... Novia sólo estorba.

— Hacer una facultad de Medicina es muy difícil, y generalmente la persona no puede ni trabajar. Necesita dedicarse integralmente a los estudios – dijo Glauco.

— Estoy guardando unas economías para ayudar a mi hijo. Hago mis costuras y trabajo bien, gracias a Dios. Mientras haya salud daré mi sangre por este objetivo. Roberto sustenta la casa y yo ayudo a los hijos – dijo la señora, inocentemente, llena de orgullo.

Glauco se quedó imaginando que aquella señora, probablemente, debía estar juntando un buen dinero, ya que no sería fácil graduar a un hijo en Medicina. Eso sin contar que sus trabajos eran conocidos como de los mejores del pueblo. El padre de Glauco era un contable de éxito, pero no le daba dinero con facilidad. Creía que los hijos tenían que trabajar para conquistar las cosas. Pero lo más lógico es que el pícaro no estuviese de acuerdo con las ideas paternas. Sin embargo, como vivía con el viejo, tenía que seguir sus reglas. Así, para evitar peleas, cuando necesitaba dinero, entraba en el cuarto de sus padres, disimuladamente, y cogía un tanto del bolso de su madre, sin que ella se diera cuenta. Si desconfiaba, la madre nada decía, para evitar manchar la imagen del hijo. Pero siempre era bueno tener algún dinero más. Por eso mientras conversaba con el señor Roberto y doña Catarina, se quedaba imaginando:

— ¿Dónde será que la pobretona podría estar guardando sus economías para sustentar a Eduardo?

Pronto Eduardo llegó del juego y miró, con sospecha, a Glauco por allí. Pero como siempre fue bien educado, saludó a aquel que un día fuera su amigo:

— ¡Hola Glauco! ¿Tú por aquí después de tanto tiempo lejos? ¡Pensé que nunca más ibas a aparecer, después de lo que pasó con Helena!

— Yo fui muy idiota, Eduardo. Aquello fue una cosa tonta, una actitud intempestiva, infantil. Te pido que me perdones y vuelvas a considerarme como tu amigo. Te juro que eso jamás se repetirá.

Doña Catarina intervino:

— Oye lo que él quiere decirte, Edu. No te olvides de lo que aprendiste en la iglesia. Tenemos que perdonar a las personas setenta veces siete. Le hace bien al corazón.

Se apartó de ellos, yendo a la cocina a preparar un café. El señor Roberto la acompañó.

— ¿Será que puedo considerar tu amistad? – Pidió Glauco, poniendo cara de víctima.

— Sí, podemos volver a nuestra amistad. Siempre que, entre nosotros, haya mucho respeto, y verdad en todo momento.

— ¡Claro Edu! He estado conversando con tus padres y no he visto el tiempo pasar. Son muy simpáticos y agradables. Qué bueno que me perdones. Voy a demostrarte que puedo ser un amigo de verdad.

— Me parece bien que pienses así... Ellos son los mejores padres del mundo – dijo Eduardo, mirando hacia la cocina. – Bueno, siéntete en casa, voy a ducharme y ya vuelvo.

El colega asintió y, mientras Eduardo salía él se quedó en el sofá viendo la tele, pero observando cada movimiento de la casa. Poco tiempo después, oyó la voz de Eduardo pidiéndole dinero a la madre para ir al cine.

— ¿Vamos al cine, Glauco? Están dando una buena película, que quiero ver hace algún tiempo – dijo Eduardo, volviendo a la sala.

— No puedo Edu. Estoy sin ningún dinero en el bolsillo. Mi padre está cada día más rígido con la semanada. Su mano no se abre para mí ya hace algún tiempo – respondió sonriendo.

Doña Catarina rápidamente se dispuso a ayudar a los jóvenes para ir al cine. Se dirigió al armario de su cuarto, donde guardaba su pequeño baúl... Tenía miedo de dejar el dinero de su hijo en el banco.

— ¿Y si el gobierno entra en crisis? – Pensaba siempre.

Al pasar por la puerta, la dejó entreabierta, haciendo que Glauco viera toda la escena, con atención. Sus ojos estaban abiertos de par en par de curiosidad, mientras fingía prestar atención a las palabras de Eduardo, que comentaba sobre la película.

— Hijo mío, coge estos cien cruceros y paga las dos entradas del cine. Creo que sobrará un poco para las palomitas – dijo la bondadosa señora, volviendo a la sala.

Aquello sólo aumentó la avaricia del rapaz. Glauco decidió entonces fingir ser amigo de Eduardo, yendo todos los días a encontrarle, tratando al muchacho y a su familia bien, intentando ganar la confianza, pero por detrás de eso prestaba atención a cada cosa, cada rincón de la casa, anotando todo cuando llegaba a su cuarto, antes de dormir.

Eduardo bajaba la guardia poco a poco, sin imaginar que el mal estaba allí, cercándole, para llevarse todo lo que era suyo.

El Bisturí de OroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora