Capítulo 3. El Intruso

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Era el séptimo día, las mucamas llegarían al día siguiente, era su último día a solas. Por la mañana Louise dejó abierta la puerta de su habitación de par en par, aún en aquel transparente y de suave tela camisón se sentó frente al espejo a peinarse el cabello, Francoise aprovechando aquella amistad que se había forjado entre ellos se paró en la puerta, observándola, con esa sonrisa confiada, medio torcida. Ella lo vio por el espejo y buscaba la mirada del hombre con los ojos más seductores que podía ella expresar, poniéndose roja ante su propio descaro.

Se levantó nuevamente una cola alta dejando al descubierto sus hombros, su cuello y el escote, para Frank era claro, ese día la haría suya, ese día borraría de ella cualquier mínima caricia que Waldo o Saito le hubieran dado, no le importaba la diferencia de edad, la diferencia de poder, tomaría la virginidad de la mujer que amaba, porque eso había ocurrido, aquel cariño de su niñez ahora era un amor apasionado, un deseo por tenerla, para él y sólo para él.

Se sentó en la orilla de la cama, vestía esos pantalones ajustados de eran la moda de aquellas tierras y una camisa holgada con muchos botones, estaba desfajado y sin chaleco, Louise lo encontraba tremendamente atractivo. La llamó con una mirada y ella se acercó a él, pequeña como era al lado de aquel hombre, se sentó en sus piernas como una niña pequeña.

Las manos de Frank ya estaban hambrientas de tenerla, de recorrerla, de quitarle la pureza a cada célula de esa piel de aroma tan dulce a sus sentidos.

–Louise –susurró en primera instancia, mordiendo y lamiendo su oreja mientras su mano se posaba en la rodilla de la joven, aún discreta, aún respetuosa– se mía.

Ella no respondió, sólo lo miró a los ojos y aquel beso ansiado, aquellos besos que ella disfrutaba y esperaba ya con incertidumbre llegaron a sus labios, en forma de esa suave presión.

Francoise sentía los labios carnosos y suaves de Louise, los mordió suavemente con los propios abriéndose paso con su lengua, ella no se resistía, una mano se quedó sosteniéndola por la cintura, la otra subió por el muslo, delicado; despacio y tortuosamente.

Las manos de ella una en la nuca y otra en el rostro de aquel hombre que entraba en la madurez, se aventuró a deshacer el nudo de la cinta que le acarraba el cabello y los rubios hilos cayeron sobre el rostro de la joven, que sonrió mientras seguía dejándose llevar por aquel profundo beso.

Frank bajaba y subía su mano recorriendo el muslo de ella, cada vez más arriba, cada vez más atrevido, hasta que llego a sus finas pantys, metió dos dedos delicados en el hilo que la sostenía de sus caderas, sólo para juguetear en esas zonas, sin atreverse aún a rozar su intimidad.

Las caricias siguieron hasta que él, en afán de hacer que ella sintiera las reacciones que le provocaba, la recostó lentamente, aprisionándola con su cuerpo sobre el colchón, las manos ahora iban de los muslos a los glúteos de ella quien se aferraba a la espalda de Frank, con las manos bajo la camisa de él, tocando ya la piel del mayor.

Extasiados en aquellos besos y caricias, ella empezaba a sudar, soltaba gemidos entre besos, cuando la dejaba respirar para besar su cuello y besar cerca de su escote, acariciando con su lengua aquella parte de sus pechos que se asomaba.

Les faltaba el aire ambos, ella ya sentía la erección de él presionando sobre su propia intimidad, separados sólo por la delgada tela del camisón y la panty húmeda.

Rojos ambos, sudados, agitados.

El ruido estruendoso de uno de los aviones de combate que Saito había traído de Japón en su última visita, hizo que ella hiciera la cabeza hacía atrás poniendo distancia entre sus labios ya inflamados de tantos besos y la necesitada boca de Frank, era imposible, él había llegado... antes... mucho antes de lo que pensó.

GIRO DEL DESTINODonde viven las historias. Descúbrelo ahora