Prólogo

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La reina Catalina aguardaba impaciente las palabras de su adivino. Era una mujer joven y muy hermosa, a pesar de que llevaba en su puesto más de veinte años, des de que el rey había caído preso de su encanto, cuando la guerra de Iguazaín, cuando corría el año 300. Sin embargo, a pesar de su inigualable belleza, era altamente temida. Sus ojos, color ámbar, miraban con malicia a todo el mundo, como los de una serpiente dispuesta a devorar una larga fila de ratoncitos. Su boca carmesí sonreia, con dulzura o crueldad, dependiendo de la fortuna del hombre que se encontrara a sus pies. Habían sido muchos los que la cortejaban, cautivados por su pálida piel, su cuerpo exuberante y su larga cabellera de bucles castaños. Sin embargo, ninguno había conseguido nada más que una misteriosa muerte o, en algún caso afortunado, un accidente en raras circunstancias. Y es que la reina era una mujer despiadada. Con un raro don.
La nacion de Helemis se regía por una extraña jerarquía, basada en los dones que se les otorgaban a niños al nacer, junto con una marca en la piel, y que permitian a los infantes controlar a placer elementos, personas o hasta el mismísimo tiempo. Sin embargo, la mayoría de los neonatos recibían poderes de clase baja, y eran capaces de crear pequeños fenómenos atmosfericos de clase baja, desarrollar telepatía, telequinesia o una capacidad especial para alguna de las ciencias.
Pero no era el caso de Catalina.
Su madre había muerto dándola a luz un día de invierno del año 120, dejandole a su única hija unas deudas que pagar y un prostíbulo que atender. Una de sus empleadas Ignis la crió, y la niña creció junto a dos de sus hijos, rodeada del fuego que creaban con su don. Ella escondió el suyo, aprovechando que la marca que lo indicaba no era clara. Pero nadie ni nada puede esconderse para siempre. Su madre adoptiva la descubrió un día hechizando a uno de sus hermanastros. Los gritos de ella y los apelativos despectivos de la gente que la rodeaba la habían acompañado muchos años después de la muerte hasta de sus nietos.
Los libros y los años habían alimentado su poder y su avaricia, y habían terminado por volverla cruel.
Ahora, habiendo llegado a la cúspide de su éxito, se divertia hechizando hombres y creando pocimas para sus malvados propósitos.
Solo había una persona en todo su reino que no la temía. Gastard. Era un anciano sabio que vivía bajo su protección, y que poseía un don que Catalina nunca podría tener. La adivinación.
Ahora, el hombre se había presentado ante ella, y no traia buenas nuevas.
- ¿Y bien, anciano? - susurró la sedosa voz de la reina. - ¿Que has visto?
- Los dioses me han hablado, milady - habló la voz del adivino - han sido claros en su profecía.
- ¿Una profecía? - dijo Catalina, profundamente interesada. Sabía que cuando los dioses profetizaban eran crueles.
- Así es, mi señora - pronunció el anciano.
- Habla pues - se aventuró a decir la mujer.
Y el adivino empezó a hablar, a la vez que sus ojos se envelaban.
"En invierno nacerá una niña de pelo rojo y con un don especial, que derrotará a la reina de ojos ámbar y hechizos de cristal. La heredera el trono recuperará y el tiempo entonces volverá a correr"
Cuando el anciano volvió en si, la reina estaba echa un basilisco. Su pelo se había soltado y flotaba desordenado contra toda gravedad. Su figura imponente tapaba la luz y sus zapatos caros se encontraban a cinco centímetros del suelo embaldosado de palacio.
- Guardias! - gritó la mujer fuera de si - matad a todas las niñas menores de dos años nacidas en invierno. Que no quede ninguna! Matadlas a todas si no queréis morir.
Cuando los hombres, atemorizados, corrieron a cumplir su mandato, los tacones de la reina tocaron suelo y tuvo que sentarse en su trono, siendo invadida por un cansancio extremo.
Se miró las finas manos, decoradas con caras halajas, y vio que en ellas habían aparecido manchas de edad. Bufó delicadamente, y una vez recuperada, se levantó del trono, dispuesta a retirarse a sus aposentos, hacer correr la librería y andar por el pasadizo de piedra que conducía a su cuarto de magia, para buscar algún hechizo para rejuvenecer de nuevo. Se giró hacia el adivino dispuesta a permitir que se retirara, pero este habló antes de que nada pudiera salir de sus labios carmesí
- Estás pagando el precio de tu don, Catalina. Ten cuidado - murmuró el anciano, antes de despedirse.
Y es que los dones raros, como ya había descubierto la reina hacía muchos años, cobraban energía y vida a cambio de su uso. Y, si su portador no vigilaba, podían acabar con él.

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