Capítulo 29: La diablesa prometida

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No había pegado ojo en toda la noche. Las vueltas que daba su cabeza no las daba su cuerpo, que permaneció toda la noche quieto y rígido, esperando algún avance por parte de Gael. Este nunca sucedió.
Se levantó antes del alba, ofuscada, para vestirse. De pronto, todo le pesaba, como si arrastrara por el suelo una pesada cadena de plomo.
Nadie sabría que se había ido un rato si detenía el tiempo y, con un poco de suerte, cuando se percataran de ello no tendrían ni idea de donde buscarla.
Estaba cansada del hechizo de Amazarac, que le suplantaba hasta el alma, así que, intentando recordar como se hacía, detuvo el tiempo para deshacerlo. El aire se le hizo más pesado de lo habitual, pero fue sencillo controlar la presión en su mente así que liberó el aire de sus pulmones y salió de la habitación oscura sin mirar a Gael.
Empezó a andar cautelosamente por el suelo de madera, que ya no crujía bajo sus pies, y bajó las escaleras forradas con destreza de moqueta de lana, tintada en un color que debió haver sido beige en sus buenos años.
El comedor estaba desierto. Los bancos de madera vieja empezaban a vislumbrarse por los rayos de sol que asomaban tímidos por entre las montañas. Eso no podía detenerlo. Al lado de la barra de roble un perro dormía, ya sin respirar, sobre una manta vieja.
Abrió la puerta y salió a la calle. El repartidor de leche se habia quedado con la mano suspendida en uno de los picaportes y en una esquina de la adoquinada calle una rata se escondía tras una caja de madera.
Siguió andando hasta que dejó el sector de los comerciantes y se adentró en el barrio obrero. Las calles dejaron de ser adoquinadas para volverse sucias, de tierra y paja. Las casas estaban cerradas con viejos tablones de madera mientras que por las rendijas de algunas ventanas se podía observar como animales y humanos dormían apelotonados. Se asomó a uno de los alfeizares, cuya madera ya empezaba a volverse polvo, y miró dentro de la humilde vivienda. En una esquina, una mujer se había detenido a medio remover un potaje que tenía en el fuego. Poseía el rostro cansado de quien trabaja demasiado para alimentar a sus hijos, dos niños sucios de cabello amarillento que dormian acurrucados con un perro de dudosa raza y limpieza, hechados sobre una vieja manta raída.
De pronto, un búho ululó, a la vez que batía sus alas para posarse en el saliente de la ventana por la que Elizabeth miraba, y observarla fijamente con sus enormes ojos plateados. Cuando hubo atraído la atención de la chica, básicamente por el mero hecho de que se movía en un mundo dónde no lo hacía nadie, giró la cabeza elegantemente y se elevó hasta situarse delante de ella. Se mantuvo suspendido en el aire gracias a la fuerza de sus alas, totalmente blancas, hasta que la chica empezó a seguirlo. Entonces, empezó a volar, guiandola. Sin embargo, fue Elizabeth quien se detuvo cuando el animal empezó a llevarla por calles que escapaban de su control.
- ¿Donde me llevas? - murmuró, entornando los ojos.
El búho la miró fijamente y la voz de un hombre resonó en su mente.
Con mi señora, ella quiere veros. - Hizo una pausa al notar como Elizabeth se tensaba - No temais. No quiere haceros daño. Va a daros la clave para resolver el enigma.
- ¿Va a ayudarnos a encontrar a Annabeth? - preguntó la chica, pero el búho solo reemprendió la marcha, con Elizabeth detrás.
Llegaron al final de un callejón sin salida poco después, y el búho se detuvo ante una casa cubierta de hiedra. Parecía descolocada, como si no hubiera pertenecido ni fuera a pertenecer jamás a aquél pueblo grande. Era de piedra, a pesar de las plantas que la cubrían eso era evidente, pero no habría podido decir nada más. No había ventanas, ni siquiera una rendija por donde espiar. Se giró para preguntar al búho si debía entrar, pero este se había desvanecido ya. Cautelosa, se acercó y tocó la puerta, que, en contra de lo que ella había pensado, se abrió casi sola y Elizabeth entró.
Olía a plantas exóticas y a dulce, como a frutos de primavera y flores. El olor penetraba hasta el alma y mareaba sus sentidos. Cautelosa, continuó avanzando por el pasillo, que parecia no terminar jamás, hasta que encontró otra puerta. Tras atravesarla, se encontró con una sala de piedra, cuyo suelo adoquinado estaba decorado con una lujosa alfombra bordada con dibujos que ella siempre creyó mitológicos. En ellos, una chica de larga cabellera castaña y vivos ojos verdes bailaba junto a varios hombres y mujeres, comía opíparamente en una mesa o...
Elizabeth hubiera jurado que cuando miró al último trozo de la redonda dibujada que formaba la alfombra, esta se empezó a mover.
Podía ver a la misma chica bordada, pero la historia resultaba confusa.

Cada una de las joyas fue colocada en sus brazos con excelente cuidado. El vestido, blanco y vaporoso por su boda en el calor del inframundo, ceñia con mimo su cintura, soltándose donde su vientre se abultaba. Se miró al espejo y este le devolvió la imagen de una mujer embarazada y feliz. Su pelo castaño estaba trenzado exquisitamente, decorado con lágrimas de cristal blanco, y sus ojos, verdes como jade en el fondo del estanque de la leyenda, brillaban con ilusión. Su futuro marido entró en la estancia y la voz inconsciente y feliz de su hijo no nato le dio la bienvenida.
- Amor, sabes que no deberías estar aquí. Sé que no crees en que ver a la novia trae mala suerte antes de la boda, pero yo sí, y no quiero tentarla. - murmuró la novia.
El demonio que le sonrió antes de apoyar sus manos en su cintura y besarle la frente era alto, de insolente pelo rubio y ojos tan transparentes que parecían de cristal. Nahama lo había conocido el día de su seiscientos cumpleaños, mientras ella se bañaba en el mar Egeo. Ahora, casi setenta años después, por fin iba a casarse con él.
La ceremonia estaba prevista para ser rápida y así fue. Su embarazo la agotaba casi tanto como su magia y agradeció la última frase del cura a la que debía responder el rey del inframundo, Satán, para convertirse en su marido. Estaba exhausta, por eso, cuando la notó, fue demasiado tarde. La flecha disparada por Yakshi travesó las defensas bajadas de su prometido y Nahama observó con terror como el aura vital del rey se desvanecía lentamente después de que él pronunciara las palabras que significaban el fin de cualquier demonio: ''Siempre con ella''. La destinación de su alma pasada su muerte y siendo imposible su reencarnación ni su salvación por el hecho de ser lo que era: un demonio. Los brazaletes de ella empezaron a brillar y Nahama se arrodilló al lado de Satán, mirando con impotencia su muerte.
- ¿Amor? - murmuró, con los ojos llenos de lágrimas - mi vida por favor.
El grito de la prometida del rey se oyó en todos los rincones de todos los mundos de Helemis.
Nahama intentó respirar, pero era incapaz. El agua salada de sus ojos colapsó sus sentidos y oyó la voz de su hijo, cada vez más lejana.
''Mamá respira, por favor...MAMÁ NO PUEDO RESPIRAR''
Esa fue la última vez que Nahama oiria a un hijo suyo, y ese sería el último niño vivo que tendría en su interior.

- Basta - la voz imponente de Nahama asustó a Elizabeth y la hizo retroceder. - Has venido aquí por mi voluntad de ayuda a los humanos, raza que me ha acojido des del día de mi desdichada boda y de mis votos de no regresar, no para husmear en el pasado. Si cierras la boca, voy a ayudaros, a ti y a ese amiga tuya que ha cautivado el corazón y el destino de Samamiel. De lo contrario, puedes irte, no voy a tolerar tu presencia.

Elizabeth se aproximó al montón de cojines apilados al modo árabe que había en un rincón, donde la alfombra dejaba de ser dibujada, fuera del círculo de la historia de la diablesa desdichada, y, ya sentada, se dispuso a escuchar.

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