Capítulo 13: La chica desnuda

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Veía su miedo, y lo entendía.
Amazarac tendió sus manos hacia delante y, de rodillas sobre el suelo, la miró a los ojos.
- No pasa nada, Annabeth, todo está bien - murmuró, intentando tranquilizarla.
La loba gruñó levemente, intentando sin éxito entenderse con aquél cuerpo, y Amazarac, dispuesto a ayudarla y profundamente conmovido por el sacrificio que había hecho por él, se volvió lobo también.
Así les era más fácil conectar con ella. El lobo negro juntó la frente con el pelo caoba del morro de la chica y se frotó con él, dándole apoyo moral. E intentó deshacer las murallas que se erguian en la mente de Annabeth para calmar su miedo.
Extrañamente, eso no le fue sencillo. Aquella chica aguantaba bien sus intentos y ahora le gruñía, mientras arañaba con las garras el suelo de parqué.
''A Gael no le va a gustar esto'' pensó Amazarac.
-Lo sé. - reververó por su cabeza la voz de Annabeth, ansiosa.
El shock de sentirla dentro de él lo hizo ponerse rígido, y fue el turno de la chica de calmarlo a él. Cuando Amazarac hubo recuperado parte de su cordura, clavó los ojos en los de ella. Lo que vio le resultó extraño. No se había fijado especialmente en el color de los ojos de la chica anteriormente, pero ahora que era una loba, estaba seguro de que eran distintos. Se habían vuelto púrpura, y brillaban con un millón de matices distintos de azul, lila y morado.
Amazarac tuvo que detener su escrutinio al ver que la loba giraba sus patas y salía al pasillo sigilosamente. Era admirable. A pesar de su tamaño, que era inferior al de su cuerpo, pero aún así significativo, y de su vivo color, la loba pasaba desapercibida entre los pasillos por los cuales se habia criado de pequeña. No era sencillo imitarla, y Amazarac, aún entrenado, reconoció que le era difícil. Aquella chica cada vez lo sorprendia más.
Salieron al aire libre, y el viento furioso le golpeó las orejas y el pelaje. No sintió frío, sólo aquella extraña adicción que le producía la naturaleza. Costaba de controlar el deseo de no volver a ser humano nunca más.
Annabeth lo sintió el doble de duro. La sensación de libertad le golpeó los sentidos y sus patas vibraron con la anticipación de la cursa que iba a hacer. Se impulsó y empezó a correr.
Vio como Amazarac la seguía, quitándole espacio, y se molestó con él. Aún así, no dejó de serpentear a gran velocidad por entre los abetos que mecía el viento. Cuando sus pulmones amenazaron con estallar y sus patas dolieron, redujo la marcha y se detuvo en un estanque de agua helada. Sedienta y acalorada, metió una de sus peludas patas dentro del cristalino líquido, notando como su frío le calmaba la piel, y tras ella, fue el resto de su cuerpo.
Con el shock térmico, su control volvió y, asustada, temió no poder volver jamás a ser una mujer. Recordó a Amazarac, en los límites de la locura, perdida su humanidad, y su pasado le golpeó duramente.
Permaneció en el agua hasta que recordó cómo se hacía para volver a ser persona.
No era la primera vez que le ocurría aquello. Sin embargo, de la única vez que le había pasado hacían ya muchos años, y, al ser un caso aislado que no se había vuelto a repetir, nadie había sabido de su desgracia.
Dibujó en su mente como era su cuerpo humano, y notó como la piel se le desgarraba por el cambio. Sus garras se volvían manos delicadas, sus  patas brazos blancos, su torso peludo se tornaba pálido y redondeado y sus cuartos traseros se alargaban para formar piernas delgadas y ágiles. Su larga melena caoba flotaba en el agua cristalina.
Suspiró, todavía algo dolorida, y disfrutó de la suavidad de su piel humana. Se zambulló en el agua entera, sintiendose el rostro helado por el líquido frío justo en el momento en que el lobo negro aparecía por entre los grandiosos avetos que rodeaban aquél pequeño estanque.
Salió a la superficie desnuda, cómoda con su situación, y miró a Amazarac con sus grandes ojos, que permanecían de un púrpura claro. El lobo le devolvió la mirada casi con la misma intensidad.
- Deberías probar a darte un baño, Amazarac. Hueles a sangre de jinete y a barro. - sugirió maliciosamente Annabeth.
No quedaba nada de aquella chica inocente.
La realidad de la adrenalina y la forma física que había explotado vilmente en el bosque habían echo trizas su pudorosa educación, y ahora se permitía, por primera vez des de niña, mostrarse como era.
Vio como Amazarac se volvía hombre, y la miraba con un reproche importante. Las heridas de su cuello y espalda sangraban.
- Annabeth, querida - pronunció dura e irónicamente - no se si has observado que tu pequeña carrera me ha procurado mas daño que bien.
La chica tuvo la decencia de bajar la cabeza y parecer arrepentida, pero Amazarac, disgustado y enfadado, siguió regañandola con dureza.
- Eres una cría y una irresponsable. Podrías haberte encontrado un cazador o un jinete y empujarnos a ambos a la muerte ¿En que diablos estabas pensando, niña estúpida?
Annabeth se enfadó entonces. Su cuerpo le había pedido algo, y ella obedeció por primera vez en mucho tiempo ¿Acaso no podía hacerlo nunca? Pegandose a su pecho, a pesar de que estaba desnuda, y levantando la cabeza para mirarlo a los ojos, habló orgullosa.
- No eres quien para decir nada, Amazarac, aquél que traicionó a su Dios y quemó a sus hermanos. Aquél que le cortó las alas a su mejor amigo y mató a la mujer que amaba.
Amazarac saltó encima de ella inmediatamente. Sus manos agarraron el cuello delgado de la chica y lo apretaron con fuerza mientras la aplastaba contra la hierba mojada de rocío.
- Yo nunca le puse ni una mano encima. ¿Me oyes, estúpida? Nunca. Ni lo habría echo jamás. ¿Pero como ibas a saberlo? Eres demasiado pequeña y vulgar como para entender lo que significa eso - murmuró él, con veneno en su voz profunda.
Sus ojos brillaban con un tono infernal mientras Annabeth intentaba librarse de su agarre para respirar, finalmente, le estiró violentamente de los mechones negros y Amazarac aflojó su presión sobre ella, que tosió repetidamente.
El hombre se hizo entonces de nuevo lobo y, sin mirarla, salió corriendo por entre el bosque.
Annabeth vio que, sobre sus propios ojos, brillaban lágrimas plateadas. Y que Amazarac, a pesar de la dureza de sus palabras, era igual de vulnerable que cualquiera.
Fue esa debilidad la que la hizo desear ser aquélla mujer que, años atrás, decían que lo había echo sonreír libre.

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