UNO

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- Hola, ¿qué tal? Yo soy Isa, cualquier cosa que necesites, aquí me tienes.

Era lunes, el día que por fin me había decidido a asistir al grupo de voluntariado de la universidad. Me moría de ganas de que llegara ese día y por fin me había organizado bien para poder tener esa hora extra y asistir.
Hacía meses que sentía que me faltaba algo en mi vida; hasta ahora todo lo estaba haciendo por mí, por mí y mi futuro, y me hacía falta hacer algo por los demás. Así que me apunté a un grupo que una ONG tenía en la universidad.
Y dejad que os diga que fue absolutamente genial.

En el grupo había unas quince personas, chicos y chicas, todos muy simpáticos y agradables, con ese brillo especial en la mirada que tiene la gente altruista, los que prefieren invertir el poco tiempo libre que tienen en hacer que la vida de los demás sea un poco más llevadera en lugar de hacer que la suya sea más fácil.
Me pareció que esa era justo la gente que faltaba en mi vida, gente que me animara a ser mejor y con los que compartir la necesidad de invertir tiempo en los demás.

Y aunque todos los chicos eran encantadores, uno de ellos me llamó más la atención que los demás.
Se llamaba Jorge. Era alto y moreno, de pelo castaño. Su camiseta se tensaba en los músculos de su brazo al moverse, pero no demasiado. Lo que quiero decir es que no tenía los músculos de los típicos chicos que se pasan la vida haciendo pesas, yo perefía pensar que gastaba su tiempo haciendo algo más útil, que ir al gimnasio está genial, pero no hasta el punto de hacer eso nada más.

En la reunión hablamos de una nueva campaña que se iba a llevar a cabo por el Día de los Derechos de los niños. Organizaríamos una lectura del texto en que se proclamaban y de historias sobre niños soldado y trabajadores.
Cuando terminamos, un grupo de los que habían ido dijeron que irían a tomar algo y me invitaron a ir con ellos. La verdad es que no sé por qué dije que sí: eran las ocho y media de la tarde, estaba muerta de sueño y me quedaba una hora en el autobús hasta llegar a casa. Supongo que el hecho de ser la nueva y querer integrarme tuvo algo que ver (y que Jorge fuera también).

Fuimos a un bar al lado de la universidad y todos pedimos cervezas y patatas fritas (típico de esrudiantes, ¿verdad?). Tuvimos la conversación normal que se tiene cuando eres el nuevo en un grupo en el que todos se conocen. Les conté que estaba estudiando derecho y que estaba en tercero y ellos también se presentaron. Helena y Andrea estudiaban filología hispánica y estaban en la misma clase desde el colegio, Jaime estudiaba traducción, Laura periodismo, Miguel resultó que estaba en el mismo curso que yo pero en otro grupo (estuvimos criticando profesores durante media hora mínimo) y Jorge estudiaba medicina. También me enteré de que Jaime y Laura estaban saliendo juntos desde bachiller (unos cuatro años, da vértigo de pensarlo) y a Miguel le gustaba Helena desde que entraron en la unoversidad y se conocieron en el voluntariado (eso no me lo dijo nadie, pero se veía desde el espacio exterior, creedme).

Lo pasé genial. En serio, genial. Me enamoré de ese grupo de gente. Es decir, hablar de libros en lugar de comentar un reality a mí me enamora. Sentí que con ellos podía ser yo, sin esconderme. Y eso sólo me pasaba con otro par de amigas, normalmente si mencionas a Virginia Wolf en medio de una conversación normal la gente te mira raro y preguntan quién es. Pero ellos no.

Lo estaba pasando tan bien que el tiempo se me pasó volando y el último autobús se me escapó. SE ME ESCAPÓ. A ver cómo le explicaba yo a mi padre que me había gastado veinte euros en un taxi porque estaba bebiendo cerveza y no me fijé en la hora. No es que estemos mal de dinero en casa, es sólo que yo normalmente suelo ser muy cuidadosa con estas cosas y mis padres son bastante estrictos con la hora de llegar a casa.

Debí montar una escena de las mías. De esas en las que me pongo un poco histérica y pienso en voz alta.
Jorge se ofreció a llevarme a casa (oins colectivo por favor), así que nos despedimos de los demás en la puerta del bar y cada uno se fue por au lado, Jorge y yo juntos.

No sé vosotros, pero cada vez a lo largo de mi vida que me he quedado a solas con un chico que me gusta ha sido incómoda. Incluso si llevaba saliendo varios meses con ese chico, yo no terminaba de estar del todo cómoda.
Esta vez fue diferente. Hablamos de música y libros, de los conciertos a los que queríamos ir y del fastidio de ir a clase por la tarde (él tenía las prácticas de la carrera y yo clase de italiano). Hablamos como si fuéramos amigos de toda la vida y reí hasta llorar de la risa por primera vez en mucho tiempo.

Me llevó a casa en moto. Y ya sabéis lo que pasa con las motos, que tienen el superpoder de aumentar el atractivo de un chico en diez puntos. Salvo, tal vez, si es una vespa. Pero esta no lo era. Yo no tengo ni idea de motos, pero era una moto sexy (si es que eso tiene sentido). Y gracias al paseo en moto pude comprobar que no sólo aparentaba estar musculado, yo estaba de verdad. Tenía abdominales, los noté al abrazarme a él.
Le fui indicando hasta llegar a mi casa y nos despedimos. En ese momento me pareció muy injusto que llegar a casa en autobús tomara una hora y que hacerlo con él sólo hubiera tomado veinte minutos (¡dichosos autobuses y sus mil millones de paradas!).

Esa noche me costó dormirme. No podía dejar de pensar en él.
Y eso tampoco me había pasado con ningún otro chico antes.

Soñar despiertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora