Cuando abrió su ojo por la mañana, comprobó que no era un sueño, un mal sueño, había ocurrido de verdad todo lo de Irak. Maldita suerte la suya.
— Esto es una putada —consiguió decir de una sola vez y se alegró de su corta parrafada.
Ya no parecería un jodido idiota hablando como un robot. Ni siquiera imaginaba por qué había ocurrido eso, era como si su boca hubiera funcionado a una velocidad menor. Para pronunciar una frase completa había tenido que esforzarse el triple, por eso había estado hablando como los indios de las viejas películas del oeste.
— Vaya que sí, soldado.
Alguien respondió a sus palabras y comprobó que uno de sus compañeros tenía visita. El muchacho no había despertado todavía, pero se veía bastante completo, al menos desde su punto de vista, que tampoco era un gran punto de vista, teniendo en cuenta que veía algo menos de la mitad.
Esperaba recuperar un poco de visión, en serio que deseaba tener una pizca de suerte porque si iba a ser así el resto de su vida, estaba jodido. Le dolía la cabeza de intentar fijar la mirada de su único ojo operativo.
Hablando de su jodida vida… después de que su hermano se marchara, entró un auxiliar y le ayudó con la cena. Luego tardó un buen rato en dormirse, precisamente después de su dosis de calmantes.
Había sido muy duro con Reese pero pensaba que era lo mejor. Ella podría empezar de nuevo junto a un tío sin tara como él, después de todo no se conocían desde hacía mucho tiempo. No quería ver compasión en sus ojos cada vez que él intentara algo y fracasara, porque el camino iba a ser muy duro y frustrante.
Lamentó haberse creído el rey del mundo por haber conseguido a la mujer de sus sueños.
≪A la tarde siguiente de ser ignorado por la señorita profesora, coincidieron en el supermercado. Ella iba acompañada de un niño de unos ocho años y ambos discutían sobre las ventajas de los donuts glaseados frente a los bañados en chocolate.
— Pero mamá, los de chocolate están buenísimos.
— Sí, pero luego acabas con churretes por todas partes, y por más que te limpio más hay. Deberías ser más cuidadoso para después limpiarte a conciencia, pero no lo eres.
— Los donuts de azúcar te dejan los dedos pegajosos.
— Pues entonces… ninguno.
Oyó al niño gruñir y él sonrió, qué buena forma de atajar una conversación: o esto o nada.
— El chico tiene razón. Los de chocolate son los mejores. —No pudo reprimirse, sabía que ella le dedicaría una mirada de reproche o de indiferencia, o se replegaría. Pero se equivocaba.
— ¿Ves mami? Tengo razón. Los donuts de azúcar los comen las abuelas porque les gusta chuparse los dedos.
— Deberían vender bandejas surtidas — protestó la chica haciendo un atractivo mohín con la nariz.
— De hecho, suelen venderlos sueltos para elegir al gusto.
— Claro, pero no en este pueblo.
— Me llamo…
— Jamie Clancy —le interrumpió ella—. Soy buena recordando nombres, es parte de mi trabajo.
— Bueno, pero de todos modos me siento gratamente sorprendido de que lo recuerdes. —Y tanto, después de la manera en la que se marchó el día anterior, dudaba que le hubiera prestado algo de atención—. Siento lo de ayer.
— ¿Qué hiciste ayer por lo que tengas que disculparte?
Jamie se recostó sobre el frío mostrador de los congelados y se cruzó de brazos.
— Está claro que hice o dije algo que no te gustó. Si me dices qué fue, lo eliminaré del repertorio.
— No es por lo que dijeras o hicieras, es que no me gusta que me entren. No estoy disponible y me fastidia que no pueda sentarme en un bar sin que tenga que escuchar a alguien intentando ligarme.
Se sintió molesto, él no intentaba ligar, solo quería conocerla porque había algo en ella que le impulsaba a seguir esos pasos, como si una voz dentro de su cabeza dijera… MÍA.
— Podrías hacerte una camiseta donde se leyera “NO ESTOY INTERESADA EN LOS HOMBRES”. A pesar de la fama de inteligentes que tenemos los tíos, solemos perder el razonamiento cuando vemos a una mujer hermosa.
— Sí, ya. Más de lo mismo. —respondió ella siguiendo su camino, con el niño subido a un lado del carrito de la compra.
— Al menos podrías decirme tu nombre —le habló en voz alta, negándose a seguirla como un perrito faldero por los pasillos del establecimiento.
— Se llama Reese —respondió el chico también subiendo el tono de voz—. Y está sonriendo.
Él también sonrió, ese chico le empezaba a caer bien, yyyyy a pesar de todo pronóstico, corrió detrás de ella, como un perrito faldero.
— De modo que sabes sonreír. —Sus miradas se encontraron un momento y se quedaron trabadas más tiempo del que la buena educación dictaba—. Oh, Dios… tienes la sonrisa que quiero que tengan mis hijos.
Y esas palabras que salieron de su boca sin pensarlas rompieron la conexión, intuyó que ambos sabían que no estaba de broma.
La chica, Reese, pareció tener prisa, empujó el carrito con renovado brío hacia la línea de cajas y comenzó a colocar la compra sobre la cinta transportadora mientras el niño la ayudaba.
Él mismo, también ayudó a guardar en las bolsas de lona que éstos traían consigo. Reese no le dirigió la palabra ni cuando él llevó parte de la carga hasta el coche, un pequeño chevrolet, posiblemente el más pequeño que esta empresa fabricara alguna vez.
— ¿Qué planes tienes? —de nuevo su boca hablaba sin pedirle permiso, Reese le miró un instante y pareció desechar la idea de mandarlo a freír leches.
— ¿Para cuándo?
— Digamos que para… los próximos cincuenta años, para empezar.
Fue consciente de cada palabra antes de decirlas y no se arrepentía, Reese pareció asustada y subió al vehículo.
— Tengo que irme. Ya nos veremos por ahí.
Jamie permaneció un buen rato en el aparcamiento, mientras la veía alejarse por la calle principal rumbo al este de la localidad. Regresó al supermercado a continuar la compra donde la había dejado.
Éste era un combate a varios asaltos y él solo acababa de perder uno y ganar otro≫.
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Te Entregué Mi Alma
DragosteLa vida a veces golpea en la cara. Cuando parece que todo va a ir bien, ocurre algo que hace que nos tambaleemos. Despues de haber perdido a su marido en un trágico accidente, Reese no quiere saber nada de los hombres. Jamie lucha por conquistarla...