Las calles de Roma fueron su hogar durante toda su niñez. La pobreza había consumido a su familia y pronto aquello que, alguna vez la había hecho tan feliz, desapareció como una brisa. Pero hasta ese instante, aún no entendía que tan grave era, cuando se vio sola entre una multitud de horrores.
Era libre, aunque no sabía que tan bueno lograba ser aquello. Crecía, pero no moría; con apenas diez años, su único anhelo había sido dejar de existir. Porque el sufrimiento jamás acababa. Sin embargo, sea la razón por la que ese día aquel hombre la encontró, le era desconocida.
Nunca había creído en los dioses de su gente, ni en el Dios de los judíos. Pero si había sido por alguno de ellos, estaba sin lugar a dudas agradecida.
Pero aún cuando pensó que las cosas mejorarían, después de dos años, los romanos le habían vuelto arrebatar a su familia de una manera mucho más cruel. Y una vez más, su vida no fue reclamada, su sangre no fue derramada, su carne no se pudrió con el pasar de los días y sus ojos no fueron comidos por aves carroñeras.
Podían llamarlo como quisieran, pero la vida no había sido justa con ella; ya sólo le quedaba nada y un poco de odio que, apenas, comenzaba a desaparecer su inocencia.
Sólo hizo una promesa esa noche. Roma no olvidaría su nombre.
A la edad de dieciséis años, después de deambular entre países y ciudades a base de mendigar y hacer trabajos pesados se encontró con un grupo de griegos. Aquellos sabios que recorrían las arenas del desierto sin una pizca de miedo. Según ellos, las estrellas, los astros del cielo, los guiaba por el camino seguro. Era su única respuesta para justificar el que estuvieran vivos.
Claramente el encuentro no fue uno pacífico, el motivo nadie lo llegó a entender pero los griegos se habían hecho cargo de su error.
Aún estando en los huesos se había convertido en una criatura rápida y flexible. Empujada a cometer salvajes acciones por impulso que la obligaban a dejar de lado la razón. Pero con un par de trucos lograron controlarla, al menos por un momento.
Era lo que se llamaba loca. Ella había perdido la cordura y quizá ni siquiera lo sabía. Su aspecto deplorable, el hedor que desprendía y aquel enredado y sucio cabello que tenía cubría la belleza que realmente portaba. A simple vista no era más que un animal peligroso y herido.
-¡Suéltenme o juro que les arrancaré la cabeza con mis propias manos! -si algo debía admitir alguna vez, es que los griegos hacían nudos excelentes. De tal forma que la inmovilidad de cada una de sus extremidades eran absolutamente perfecta. Sólo su cabeza era libre de hacer lo que quisiera en aquel carro tirado por camellos.
-Algo me dice que está diciendo la verdad -el joven que caminaba detrás parecía intrigado. Acostumbrado a que las mujeres fuesen damas, de la clase social que fuera, no encajaba aquella imagen feroz de la muchacha en todo lo que creía conocer.
-Tal vez, eso no quiere decir que no se la pueda convencer de lo contrario -el anciano lo miró de reojo con una sonrisa apacible. Parecía no verse abrumado por los gritos de la «loca» de hecho tenía esperanzas de algo que sus seguidores daban por perdido -. Está herida y sólo necesita sanar.
-Yo no veo que esté herida.
-Entonces, no estás viendo sabiamente.
Había permanecido tres días atada a un poste. Había demostrado no ser confiable sin las ataduras de las sogas luego de atacar a uno de los sabios con una grave mordida; seguía vivo si se lo preguntaban. De los siete que viajaban el más joven de los sabios, había quedado a cargo de darle de beber y de comer. Pero el mismo estaba reacio a hacerlo por el simple hecho de estar frente a una mujer tan primitiva. Eso, sin embargo, no le impidió intentar estudiarla.
-¿Tienes nombre? -ella lo miró con intensidad -. Sé que sabes hablar con fluidez ¿sabes escribir también?
-Estoy loca, no ignorante -escupió con la voz ligeramente ronca.
-Hueles mal, loca.
-Nadie te lo preguntó -murmuró sin dejar de mirarlo. Eso a él lo incomodó, y sin perder tiempo, le dejó la comida y el agua donde pudiera alcanzarlo.
-Intenta no atragantarte. Los dientes sirven para masticar.
-¿Qué sigue, que los oídos son para escuchar y la nariz para respirar? -soltó una carcajada y tomó el cuenco -. No eres el único que sabe como funciona todo, griego. Si me atraganto no es porque no sepa usar los dientes, dudo que hayas vivido parte de tu vida en las calles sin una gota de agua y un pedazo de pan -tomó un sorbo de aquella sopa, ya casi había olvidado lo deliciosa que era -. Eres afortunado, pero no lo ves, estás limpio, pero te sientes sucio, sabes mucho, pero eres egoísta. No quisiera ser tú, amigo -éste dejó escapar un gruñido y se fue de allí mascullando en su lengua natal -. ¡Y luego la loca soy yo!
Al día siguiente el anciano de manera amable le preguntó si le apetecía bañarse, le contó que había un claro cerca del campamento de aguas cristalinas, bastante seguro y apartado de ojos curiosos. Ella sólo había asentido, mentiría si dijera que nadie se sorprendió verla caminar detrás del hombre tan natural.
Se había negado a los vestidos que el anciano le quería prestar; regalos de la gente de los distintos países que habían recorrido. Por el contrario, prefirió la ropa de hombre. Unos pantalones de cuero ajustados, una camisa blanca, un chaleco y unas botas negras de piel de león.
-Encantadora ¿Cuál es tu nombre? -ésta sólo se miraba al espejo, dudaba que el reflejo que este le daba fuera ella. No se reconocía en lo absoluto.
-Mecia Plinio, al menos la última de todos ellos ¿y usted?
-Corban de Grecia, bienvenida. Estoy muy emocionado por empezar.
-¿Empezar? ¿Qué cosa? ¿De qué habla?
-Muchos dicen que no sigo con las reglas de los sabios, pero no deberían estar comparándome con el aburrido de Aristóteles. Prefiero mis propias reglas. Quiero enseñarte todas las lenguas que sé y enseñarte escribir en todas esas mismas lenguas. Hablarte de lo que hay más allá de las tierras de Roma -el brillo de los ojos de Corban era indescriptible. Incluso sobarse las manos de la ansiedad le había parecido necesario mientras hablaba.
-¿Por qué algo como eso me serviría ahora? -Corban dejó de dar vueltas y dejó los pergaminos que había juntado sobre una mesita.
-Quizás ahora no lo necesites -aduló asintiendo para sí mismo -, pero en un futuro me lo agradecerás, Mecia Plinio de Roma.
ESTÁS LEYENDO
M E C I A
Historical FictionNo escucha las ovaciones de la gente, ni los látigos y obscenidades de sus oponentes, ni los gritos del César para que los acabara a todos. Sólo el rítmico golpeteo de su corazón en su pecho, el roce de las ruedas de su carro derrapar en la arena y...