VI

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La estela de tierra que dejó las ruedas del carro al parar, la dejó por un instante completamente ciega. Los caballos relincharon a modo de protesta; igual de exhausto que ella.

-¡¿Por qué paras?! -gritó el Gran Jefe con enojo, su barriga vibraba con cada paso que daba y Mecia se imaginaba que para las alimañas, el suelo se estremecía. Hizo pasar saliva con dificultad, su garganta quemaba y su rostro ardía con aquel sol abrazador a sus espaldas.

Desde que el sol había salido para anunciar un nuevo día, no había parado de practicar en el árido y deforme terreno al que había sido llevada, con el carro y los pobres caballos a la par. De hecho, apenas recordaba el último bocado de comida que había dado. Ni siquiera sentía sus manos de tanto aferrarse a las riendas o sus brazos al hacer esfuerzos bruscos que jamás había intentado.

No podía seguir.

-Es imposible hacer lo que me pides.

-¿Imposible? ¿¡Imposible!? -Soltó un rugido e hizo mover su barba con brusquedad -Te diré algo, Mecia. Para conseguir lo quieres, no puedes hacerlo sin haber pasado antes por el desierto. ¡Y no hablo de este maldito desierto! -exclamó apuntando con su rechoncho dedo a lo único que se encontraba a la vista a sus cuatro puntos cardinales -Sería estupendo que todo llegara fácilmente, pero eso nunca pasará si antes no hay un maldito desafío que sobrellevar. ¿Quieres ganar, quieres que tu nombre llegue más allá de estos pobres diablos? -golpeó con sus manos el carro y la miró con fiereza. Había fuego en esa mirada, pasión, una vida entera llena de difíciles hazañas. Así que Mecia asintió, asintió porque el hombre no dejaría de gritarle a los cuatro vientos todas sus experiencias para lograr hacerla entrar en razón. -¡Entonces, vuelve al circuito y demuestra que puedes hacerlo cada vez mejor!

~@~

Cuando Mecia pensó que el sol jamás bajaría, la noche espesa cayó sobre ellos y el Gran Jefe, no tuvo más opción que desistir a seguir practicando. Fueron varios kilómetros recorridos sólo guiados por sus propios instintos. La luna se veía tan pequeña que su luz, era apenas servible.

Hod los esperaba con una antorcha en sus manos, no muy lejos de la comunidad. Parecía un niño ansioso esperando un buen regalo o un desorbitante elogio. Deseaba, claro, escuchar más que buenas noticias, sin embargo tuvo que abstenerse de hacer preguntas al ver el rostro cansado de Mecia.

-Nadie dijo que sería fácil. -mencionó una vez habían guardado el carro y alimentado a su vez a los cansinos caballos.

-El sol, el carro, incluso los caballos no son el problema -mencionó dejándose caer cerca de una pequeña fogata -, tu padre, en cambio definitivamente lo es. -Hod soltó una pequeña risa y le acercó un cuenco con agua.

-El Gran Jefe en su juventud, fue un gran jinete, muy aclamado por muchas tribus y pequeñas comunidades, que habían llegado a escuchar de él. -fijó su mirada en el fuego. Hacerlo siempre le suponía agradable, sobre todo cuando alguna anécdota llegaba a su memoria. - Un día, en el circo de los romanos, el primero de muchos que construyeron, se llevó a cabo el evento más grande que se hubiera creado de carreras de carros. Él había clasificado para ella, eso y muchas monedas de oro detrás. Jinetes de todas partes estaban listo para ella.

-¿Qué sucedió?

-A veces creemos que tenemos que cumplir un destino, que al fin y al cabo nosotros mismos hemos trazado. Pero el mismo, ya tiene algo preparado para nosotros, y el del Gran Jefe, no era ganar. -Hod esta vez la miró y le sonrió apenas. -Su carro se inclinó demasiado, los caballos se enredaron y los otros jinetes lo pasaron por encima. Se rompió la mayoría de sus huesos y perdió el conocimiento por varios días. No volvió a subirse a un carro nunca más desde entonces.

-¿Y qué hay de tú hermano?

-Es sólo un doloroso recuerdo. Todos lo recuerdan con mucho cariño pues era el prospecto de hombre que cualquiera hubiera querido ser. Pero era demasiado orgulloso y jamás recibía los consejos de mi padre. Supongo que ese, era su único defecto. -el silencio los envolvió de repente, no era uno incómodo e insoportable, de hecho, Mecia lo creía necesario. Y es por eso que no volvieron hablar del tema; ya había escuchado lo suficiente.

En ese poco tiempo que llevaba allí, se había dado cuenta que no había sido la única que había perdido en su vida. Pero se preguntaba, en qué momento de la vida, el hombre ganaba algo, de qué forma la desgracia dejaba de seguirlo y de qué manera se llegaba a lo anhelado.

M E C I ADonde viven las historias. Descúbrelo ahora