VII

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De todas las naciones, razas y clases sociales pintaban el árido panorama con sus coloridas presencias. Con harapos o telas finas, con bordados de hilos de oro o simples detalles de plata. Altos, medianos y bajos. Jinetes fornidos y flacuchos. Caballos sangre puras, comunes y corrientes, incluso los colores variaban de diversas formas en ellos.

No era un circo romano, pero allí, prácticamente en medio de la nada, dónde era realmente difícil de encontrarlo, se hallaba «La colina de los Escogidos». Mecia no podía calcular exactamente cuán grande era, pero la pista se podía pensar, que podía divisarse como exageradamente enorme. Al menos para ella lo era, dado a su clara ignorancia de los escenarios del violento deporte.

—Bienvenida a la locura más grande jamás creada. Bueno, en estos territorios.

—Está hecho por el hombre, Hod. No es tan impresionante.

—Tu rostro no dice lo mismo. —Hod dejó de cepillar al último caballo y levantó su mirada. Había oído desde allí la gruesa voz de su padre, y Mecia no había sido exactamente la excepción.

—¿Qué crées qué suceda?

—Lo que estaba claro que pasaría —murmuró éste.

~@~

—¡Una mujer, una mujer, Helot!

—Un jinete, traje un jinete. Lo que sea no importa, hombre, mujer, caballo, un perro. Eso es lo de menos.

—Perdiste la cabeza, ciertamente. Vivir en el desierto bajo su centinela abrazador, marchitó tu cerebro, sin duda. Porque de otra forma sé que no hubieras venido con tanta osadía de tu parte a presentarte como el Gran Jefe.

—Ganaremos esta carrera, ¡yo pagué con tres alforjas de un metro cincuenta de alto por un metro treinta de ancho, llenas de oro y joyas! Y mientras lo hice, miserable, puerco maldito, ¡no recibí ningún tipo de regla que especificara la prohibición sobre la participación de mujeres como jinetes!

—Ya se han probado jinetes mujeres y no resisten más que dos vueltas. ¡Son participantes de mal agüero! ¡Nos hará perder todo lo que apostamos en tu muchacho cobarde si sale al circuito!

—¡Basta! —el anciano que había escuchado todo atentamente desde su trono de marfil, buscó por la paz apaciguar aquella absurda pelea. —Helot, Gran Jefe de la comunidad del Norte, ¿por qué estás seguro de que la mujer que has traído, ganará en estas tierras salvajes?

—Sé reconocer a un jinete cuando lo veo, mi señor. Ella ganará, se lo aseguro, sólo deme la oportunidad de demostrárselo. Y juro por mi vida que no volveré a pisar un lugar como este, hasta que los gusanos me consuman y mis huesos se conviertan en polvo.

—Si así lo deseas, la mujer participará; y sea lo que sea que suceda, espero que mutuamente cumplamos nuestras promesas o que nuestras lenguas se sirvan en sopa.

—¡Pero padre! —protestó el mayor de sus hijos. —¡Si fracasan, perderás toda tu fortuna!

—Ya he dado mi palabra y jamás me retracto de ellas. Vete, Halot, aquí a acabado esta reunión.

—Viva para siempre, gran señor.

Difícilmente podría haber salido bien librado, si no hubiera tenido una reputación bien cuidada a sus espaldas. Aquellos persas, domadores de las tierras salvajes del sur, eran sin duda hombres que no estaban dispuestos a dar oportunidades sin antes tener algo de qué aferrarse. No sabía si de su lealtad era a lo que el anciano se había tomado, o de sus tres alforjas o por los viejos tiempos. Pero estaba agradecido que no hubiera pedido un tributo mayor, como la cabeza de Hod, por ejemplo.

Al salir de la tienda principal se encontró a varios pasos, con su hijo y la muchacha. Mecia, estaba ya sobre el carro, sosteniendo con una de sus manos las riendas de los caballos y con una pose que no hacía más que confirmarle que era la indicada para estar ahí.

—No importa si algunos de tus huesos se desprenden de tus extremidades, debes llegar a la meta a toda costa ¿entiendes?

—Lo que me haya traído aquí, Helot,  no fue para encontrar fracasos. —El gran jefe asintió y le hizo un gesto con su cabeza a su hijo menor. Hod se despidió de ella con un leve movimiento de cabeza y emprendió camino al lugar reservado para ver de cerca la gran carrera. —¡Jó! —soltó moviendo apenas las riendas y los caballos comenzaron a moverse. Otros más se le unieron hasta llegar al punto de salida. Un griego quedó a su izquierda, era bastante apuesto, alto y fornido, pero que a simple vista, sin embargo, Mecia supo que se trataba de un esclavo. Uno que al parecer, estar arriba de un carro, había sido hasta entonces su única profesión.

—Cuida tus espaldas, romana. Ni el oro de Helot te salvará el pellejo si conviertes esto en un gran fiasco.

—Ladra todo lo que quieras, sólo morderás el polvo.

—¡Competidores, escuchen esto porque no se volverá a repetir! —el persa estaba en medio del terreno, los gritos pasaban de él y aún así Mecia pudo escucharlo claramente. Seis carros estaban en posición uno al lado del otro, cada uno con un jinete dispuesto a ganar y cada uno con una mirada más amenazante que la otra. —¡sólo existe una regla en La Colina de los Escogidos, y esa es que no hay reglas! ¡Ya sabiendo esto no me queda más que decir, que gane el mejor!


Los latidos de su corazón era lo único que escuchaba ahora, con más intensidad que otras veces. Tenía una sensación agridulce formarse en su boca y supo de inmediato que se trataba del sabor de la incertidumbre y la desesperación.

Vive, Mecia, vive para siempre...

M E C I ADonde viven las historias. Descúbrelo ahora