Lo cierto es, que el camino al puerto era el más peligroso. Los griegos mercantes y los esclavos eran más salvaje en aquel lugar. Sus ojos no podían estar en los de ellos si no quería salir herida, era algo así como una ley inquebrantable que Mecia por su parte, orgullosa y altiva, sin miedo y temor, cruzó las dos torres de mármol y bajó de su camello sin importarle mucho viejas advertencias.
Como había planeado, vendió al camello en el primer puesto que vió y caminó con gran premura hasta el barco que estaba a minutos de zarpar. Las tres monedas que había ganado fueron suficientes para subir.
-Ve a donde quieras. Pero te recomiendo en la parte del medio. Hemos escuchado que tal vez haya una tormenta a unas cuantas horas de aquí -por inercia miró el cielo despejado y luego escéptica al navegante.
-Eso no parece ser posible.
-Que no hayan nubes ahora, no quiere decir que no aparezcan más tarde. No subestimes a la naturaleza, cariño. Ahora avanza.
A eso del medio día, finalmente el barco griego soltó amarras. Las velas cayeron como cortinas sedosas y el viento hizo el resto. Las aguas mecían la gran barca de un lado a otro de manera constante, los que estaban habituados al vaivén disfrutaban del viaje, mientras que otros como ella estaban con sus nudillos pálidos del vértigo. Ir a Roma no debía ser una gran hazaña, y sin embargo todo le indicaba que ya lo era desde que había salido de Grecia.
Como había dicho el mugroso Capitán de la nave, una tormenta los azotó, el agua no llegaba a su gran manera donde estaba pero eso no quería decir que no se hubiera empapado. Y así, muerta de frío, logró conciliar el sueño hasta el otro día. Fue en ese mismo que se enteró que dos personas habían muerto.
El desierto era ardiente, insoportable. Tan similar a un gran mar, igual de peligroso, improbable, indomable y engañoso. Padre y madre de terrores desconocidos, de alimañas y bestias, secretos y misterios. Pero no era nada que Mecia no conociera, aún en su ignorancia sabía que atravesar un desierto en plena soledad era ante toda una hazaña y una gran imprudencia.
¿Pero que mal le haría tener una aventura más a sus cortas veintiún lunas? No es como si hubiera esperado más dado a su suerte. La que, últimamente, no parecía ser mucha, y no es como si aquello tuviera que sorprenderla de alguna manera.
Mecia Plinio era de todo, menos una condenada suertuda. La fortuna digamos que jamás había formado parte de lo que era y nunca había esperado nada de ella.
Mientras sentía sus pies arder, recordó las incontables idas y venidas con los sietes sabios a través de exóticos desiertos, aquellas que le habían enseñado a soportar algo que ningún otro en lo particular podría. El secreto era bloquear tu mente a un estado de pasividad y ser uno solo con lo que te rodeaba, un tanto absurdo, pero había funcionado más de una vez.
Los cielos no tenían ni una sola nube de consuelo y los suelos ni un árbol siquiera que diera al menos una mísera sombra. Lo único que se escuchaba eran el rasgar de sus pasos en la arena, su respiración apacible y una brisa a lo lejano que no la había visitado aún.
Sentía que si no llegaba donde debía sus sandalias terminarían por deshacerse del calor. No fue hasta entonces que divisó unas cuantas piedras, que a la distancia desde donde ella se encontraba, se veían apenas como el puño de su mano. Supo que al menos, serían lo suficientemente grandes para resguardarla en la noche de posibles peligros.
Por alguna razón llevó su mirada al cielo y sonrió con ironía. Tal vez, si existía alguien allí después de todo. Para Mecia era fácil desistir. Rendirse era siempre su primera opción y esperar lo peor. Sin embargo, a la vez siempre había algo que le demostraba lo contrario.
Siguió caminando, estimaba estar a unos cuántos kilómetros. El día seguía avanzando a sus espaldas, el sol cambiaba de posición y su sombra con él. Las matemáticas después de todo eran necesarias, pero dudaba que le pudieran salvar la vida como el sabio con pasión profesaba. Eran números simplemente carente, aún para ella, de sentido.
Levantó una vez más su mirada hacia el frente y vió algo que no había visto doscientos metros atrás. El polvo que se había levantado era reciente y los gritos claramente para Mecia lo eran también. Esta vez, dejando todo pensamiento atrás, corrió en dirección donde el accidente se había llevado a cabo.
Cuatro caballos golpeaban sus patas contra la arena tirando de esa forma de las riendas que los mantenían prisioneros. Pero eso provocaba algo mucho peor, el hombre que gritaba de dolor en el suelo tenía uno de sus brazos enredados en las sogas y el carro sobre el mismo.
-Tranquilos, tranquilos -calmó a los animales. Cuatro fuertes y hermosos animales que no tardaron en sucumbir a sus órdenes. Después de dejar en calma a los caballos, fue por el hombre; quitar el carro había sido la tarea más difícil, pero logró ver al jinete finalmente minutos después de emplear su mayor esfuerzo por quitarlo. No era mucho mayor que ella, casi podía decir que parecía un niño moribundo, asustado y sucio. Su brazo estaba quebrado, no tenía que verlo de cerca para saber el daño del mismo y estaba en su mayor parte magullado.
-¿Q-quién eres? -preguntó débilmente. Mecia había sacado un cuchillo de su bolsa y cortó las riendas con cuidado de no soltarlas y dejar ir a los caballos.
-Sólo alguien -murmuró antes de que él perdiera el conocimiento.
Al anochecer el jinete abrió sus ojos, el sol que lo había estado acompañando en su viaje había desaparecido y eso lo asustó. Y, en cuanto quiso colocarse de pie, el dolor de su brazo y una vara en su pecho se lo impidieron.
-¿Qué sucedió? -preguntó con resignación.
-Tu carro se volteó. Los caballos te arrastraron un par de metros, lo que provocó tu lesión.
-El carro...
-El Carro y tus caballos están en perfectas condiciones, no puedo decir lo mismo de ti. -él finalmente fue consciente de su brazo. Estaba inmovilizado con unas especies de tablas y atadas con firmeza con un par de trapos. Lo único que pudo hacer fue soltar un lastimero chillido.
-Es muy malo, muy malo. Mi padre me matará.
-Bueno -tiró un par de ramas al fuego y se colocó de pie -ese no es mi problema.
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M E C I A
Historical FictionNo escucha las ovaciones de la gente, ni los látigos y obscenidades de sus oponentes, ni los gritos del César para que los acabara a todos. Sólo el rítmico golpeteo de su corazón en su pecho, el roce de las ruedas de su carro derrapar en la arena y...