Soltó el aliento lentamente, como el soplido del viento raspar las solitarias arenas del desierto. Sólo ella lo escuchaba, como aquel incesante golpeteo de su corazón contra su pecho.
Intensidad. Adrenalina. Vértigo.
Todo pasaba lentamente, los carros agruparse, los jinetes gritando, la multitud exigiendo y ese sentimiento vago incomprensible recorrerla por completo. Mecia estaba segura que nunca había visto algo así y mucho menos presenciado tanta pasión por algo prácticamente estúpido.
Sintió esta vez la presión de las riendas en su mano derecha y fue finalmente consciente de dónde estaba. La recta estaba terminando y venía la parte que había practicado hasta el hartazgo, aquella vuelta infernal, la curva de la muerte.
Sus caballos corrían con ahínco, como si en ese instante tampoco estuvieran enterados que tiraban de un carro con ella encima, y como si hubieran estado mentalmente conectados, disminuyeron la velocidad en el momento correcto. Dos de los jinetes chocaron entre sí y el tercero rodó al perder el control. Había quedado el griego esclavo con sus caballos romanos, un persa con sementales negros y ella, en el arduo duelo de quién llegaba primero.
—¡No puedo creerlo, lo está logrando! —Hod estaba eufórico, en algún instante mientras todo sucedía, había recordado a su hermano provocando aquella primera gran impresión y comenzó además aquel picor de entusiasmo en su pecho.
Fueron tres vueltas caóticas, el persa caído, sólo dos contrincantes, un solo ganador.
Valor. Locura.
Muchas razones habían, para creer que aquellas dos palabras podían perfectamente describir aquel momento: Mecia a la cabeza.
Mecia Plinio, una romana que nadie conocía, una chica que apareció de la nada un día para hacer algo que jamás nadie olvidaría. Una jinete amateur de veintiún años sin nada más porqué luchar. O, sólo tal vez, llegar a la meta, vencer al jinete que hasta entonces nunca había perdido y provocar la mayor ovación del siglo.
—¡Mecia!, ¡Mecia!, ¡Mecia! —la tierra temblaba ante casa grito de júbilo como su pecho se estremecía. El carro derrapó y finalmente se detuvo, cinco metros más adelante que el del griego.
~£~
S
e llevaba a cabo una gran celebración, estaban aquellos que conservaban su dinero, con sus rostros ebrios de satisfacción, y claro aquellos que no, y que tampoco estaban en su momento más amigable. Hombres, mujeres, niños y ancianos eran testigos, al rededor de una gran fogata y del banquete proporcionado por los persas del sur, de la nueva celebridad. Más, la rara criatura que el griego, principalmente, encontraba intrigante, se encontraba apartada del gentío y de los elogios.
Mecia se mantenía firme y alerta en los almohadones de un rincón, en compañía de su soledad y apenas el brillo de la Luna llena. Mantenía una expresión serena, como si la locura de la tarde nunca hubiera sucedido. Su imagen simplemente, a comparación del resto, no encajaba en el ambiente festivo.
—Gran trabajo en la Arena. —la romana levantó su mirada lentamente y lo escudriñó con aquellos ojos exóticos. No se había esperado que alguien le hablara, después de todo. Hod se había marchado inmediatamente cuando se lo pidió, sin embargo, algo le decía que eso no funcionaría con el esclavo.
—No creí que fueras amigable.
—Ya no hay un reto para que sea agresivo —se sentó junto a ella sin siquiera pedir permiso. Mecia percibió que todo en él, era descaro e ironía y dada a su acción impertinente, supo que había dado en el clavo. —¿Cuánto llevas en esto? —lo miró sin entender y este agitó su mano en el aire antes de añadir —Me refiero a las carreras de carro.
—Un día.
—Claro, por supuesto. —soltó petulante —Nunca fui testigo de un romano con un buen sentido del humor, pero tú, tú tal vez seas la clara excepción en todo.
—Jamás he mentido en mi vida —respondió inmediatamente. —Acepta creer lo que quieras, griego, pero no llevo más que un día de experiencia, —se colocó de pie y sacudió el polvo de sus piernas, estaba dispuesta a marcharse, pero no lo hizo no sin antes añadir la nefasta realidad para el jinete —que, por cierto, fue suficiente para acabarte.
ESTÁS LEYENDO
M E C I A
Historical FictionNo escucha las ovaciones de la gente, ni los látigos y obscenidades de sus oponentes, ni los gritos del César para que los acabara a todos. Sólo el rítmico golpeteo de su corazón en su pecho, el roce de las ruedas de su carro derrapar en la arena y...