No se le había ocurrido prestar atención a las cartas personales por la sencilla razón de que, hasta entonces, le habían bastado los relatos de Kilian y Jacobo. Pero claro, eso era porque todavía no había asistido a un congreso en el que, por culpa de las palabras de unos conferenciantes africanos, unas sensaciones desconocidas e inquietantes para ella -hija, nieta y sobrina de coloniales- habían comenzado a anidar en su corazón. Desde aquel momento, se había despertado en ella un interés especial por todo aquello que tuviera que ver con la vida de los hombres de su casa. Recordó la repentina urgencia que le había entrado por subir al pueblo y abrir el armario, y la impaciencia que se iba apoderando de ella mientras sus obligaciones laborales en la universidad se empeñaban en retenerla contra su voluntad. Afortunadamente, había podido liberarse de todo en un tiempo record, y la inusual circunstancia de que no hubiese nadie en casa le había proporcionado la ocasión de leer los escritos una y otra vez con absoluta tranquilidad.
Se pregunto si alguien mas habría abierto el armario en los últimos años; si su madre, Carmen, a su prima, Daniela, habrían sucumbido también a la tentación de hurgar en el pasado, o si su padre y su tio habrían sentido alguna vez el deseo de reconocerse en las líneas de su juventud.
Rápidamente desecho la idea. A diferencia de ella, a Daniela las cosas viejas le gustaban lo justo para admitir que le agradaba el aspecto antiguo de su casa de piedra y pizarra y sus muebles oscuros, sin mas. Carmen no había nacido en ese lugar ni en esa casa, y nunca la había llegado a sentir como suya. Su misión, sobre todo desde la muerte de la madre de Daniela, era que la casa se conservase limpia y ordenada, que la despensa estuviera siempre llena, y cualquier excusa sirviera para organizar una celebración. Le encantaba pasar largas temporadas allí, pero agradecía tener otro lugar de residencia habitual que si era completamente suyo.
Y en cuanto a Jacobo y a Kilian, se parecían a todos los hombres de la montaña que había conocido: eran reservados hasta extremos enervantes y muy celosos de su intimidad. Resultaba sorprendente que ninguno de los dos hubiera decidido destruir todas las cartas, al igual que ella había echo con los diarios de su adolescencia, como si con ese acto de destrucción se pudiera borrar lo sucedido. Clarence sopeso varias posibilidades. Quizá eran conscientes de que no había realmente nada en ellas, aparte de unos fuertes sentimientos de nostalgia, que las convirtiera en candidatas al fuego. O tal vez hubieran conseguido olvidar lo allí narrado --cosa que dudaba, dada la tendencia de ambos de hablar continuamente de su isla favorita-- o, simplemente, se habían olvidado de su existencia, como suele pasar con los objetos que uno va acumulando a lo largo de su vida.
Fueran cuales fueran las razones por las que esas cartas se habían conservado, tendría que averiguar lo sucedido --si es que había sucedido algo-- precisamente por lo no escrito, por los interrogantes que le planteaba ese pequeño pedazo de papel que reposaba en sus manos y que pretendía alterar la aparentemente tranquila vida de la casa de Pasolobino.
Sin levantarse de la silla, extendió el brazo hacia una pequeña mesita sobre la que reposaba una pequeña arca, abrió uno de sus cajoncitos y extrajo una lupa para observar con mayor detenimiento los bordes del papel. En el extremo inferior derecho se podía apreciar un pequeño trazo del que parecía un numero: una línea vertical cruzada por un guion.
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Palmeras En La Nieve
Teen FictionEs 1953 y Kilian abandona la nieve de la montaña oscense para iniciar junto a su hermano, Jacobo, el viaje de ida hacia una tierra desconocida, lejana y exótica, la isla de Fernando Poo. En las extrañas de este territorio exuberante y seductor, le e...