El més más cruel 7

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Afortunadamente, por sus caracteres -- Daniels era más tímida, más práctica y aparentemente menos apasionada-- y por sus gustos --a Clarence le atraían inexistentes hombres solitarios y misteriosos de cuerpos musculosos y a su prima los reales--, no había sido necesario poner a prueba su fidelidad.
Suspiró y dejó que la imaginación volara unos segundos, solo eso, unos segundos, para completar las casillas de sus invisibles descendientes.
De pronto, un leve escalofrío recorrió su cuerpo, como si alguien hubiera soplado sobre su boca o se la hubiera acariciado con una pequeña pluma. Dio un respingo y se giró rápidamente. Durante unas décimas de segundo se sintió aturdida, lo cual era el ridículo, razono enseguida, porque sabía que nadie volvería hasta dentro de unos días y todas las puertas estaban bien cerradas: no era excesivamente miedosa -- tal vez más de lo que le gustaría--, pero tomaba sus precauciones. Sacudió la cabeza para alejar los absurdos pensamientos de los últimos minutos y se centró en lo que tenía que hacer, que era telefonear a Julia. Cruzo una de las puertas de cuarterones en forma de rombo de la salita, la que estaba situada bajo la amplia escalera de peldaños de madera que conducía al piso superior, y entro en su despacho, dominado por una ancha mesa americana de roble sobre la que estaba su móvil.
Miro el reloj y calculo que a esas horas Julia, una mujer bastante metódica, ya habría llegado a casa de la Iglesia. Cuando estaba en Pasolobino, todos los días acudía con una amiga avisa de 5, daba una vuelta por el pueblo y se tomaba un chocolate antes de regresar a su casa en coche.
Para su extrañeza, Julia no contesto. Decidió llamarla al  móvil y la localizo tan concentrada jugando a las cartas en casa de otro amiga que apenas conversaron. Lo justo para quedar el día siguiente. Se sintió un poco desilusionada. No le quedaba más remedio que esperar.
Tendría que esperar un día.
Decidió regresar al salón y ordenar todos los papeles que había extendido. Devolvió las cartas a su sitio y se guardo el pedazo de papel en la cartera.
Después del entretenimiento de las últimas horas, de pronto no sabía qué hacer para pasar lo que quedaba del día. Se sentó en el Chester frente al fuego, se encendió otro cigarrillo, y pensó en cómo había cambiado todo desde que Antón, Kilian y Jacobo fueron a la isla, sobre todo el concepto del tiempo. Las personas de la generación de Clarence tenían ordenador, el correo electrónico y el teléfono para contactar al instante con sus seres queridos. Eso les había convertido en seres impacientes: no se llevaban bien ni con la incertidumbre ni con la espera, y cualquier pequeño retraso en la satisfacción de sus deseos se convertía en una lenta tortura.
En esos momentos, lo único que le interesaba Clarence era que le pudiera decir algo que explicará el sentido de esas pocas líneas que en su mente se traducían en una única idea: su padre podría haber estado enviando dinero a una mujer con cierta frecuencia. El resto de su vida había pasado de golpe a un segundo plano.

Palmeras En La NieveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora