~•Uno•~

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Siete años.

Kris.

Tenía aproximadamente seis o siete años cuando mi vida dio un giro radical. Esa tarde salía muy contento de la escuela, en compañía de mis dos mejores amigos: Xiumin y Luhan. A pesar que esos tontos eran noviecitos, de esos que se sujetan las manos y van juntos a todos lados, me agradaba estar con ellos.
Cualquiera se sorprendería en ver a dos niños de esa edad tratar con el amor, y más si eran dos varones, pero ellos lo veían completamente normal, y yo también. Aunque muchas veces me sentía mal haciendo tercio ahí.
Desde que comenzaron a "salir" ya no iban más a mi casa a jugar pelota, y eso me tenía un poco devastado. En cambio, Lulú iba a la casa de Xiumin, casi a diario, inventando tareas pendientes y cosas por el estilo. Siempre ese par fue promiscuo: un día los vi uniendo sus labios y jugando con sus lenguas torpemente. Yo sé que ninguno es gay, y que Xiumin está con Lu por su apariencia de chica. O tal vez eso era lo que yo quería creer.
Cuando cruzamos la puerta principal de la escuela, el auto de papá estaba estacionado frente a la acera. Inmediatamente mis compañeros dejaron de tomarse las manos, ya que sí papá los cachaba infraganti, de seguro les contaría a sus padres y a mi me prohibiría volver a frecuentarles.
Esa relación se mantenía en secreto, y sólo sabíamos de ella tres personas: Chen, Lay y yo.

Me despedí de ellos, y subí al auto de papá.

—¿Cómo estuvo tu día, campeón? —besó mi mejilla y me apretó contra su pecho en cuanto subí al asiento del copiloto.
—¡Hoy dibujamos con acuarelas, y la maestra colgó mi dibujo de Alaska en el pizarrón por ser el mejor!

Alaska era el nombre de mi canina siberiana que había muerto hacía unos meses por no soportar una cirugía. La pobre quedó con el útero dañado después de que su cachorro muriera en el embarazo, así que hubo que extirparlo.
Todo el camino a casa transcurrió en mi plática que me halagaba siendo el mejor pintor de mi clase, casi cagándome encima de la emoción de tan sólo recordarlo. Me agradaba pintar sobre las cosas que me gustaban, sobre todo dibujar a mi familia en prados pintorescos con una casita en las colinas y el sol por encima de nosotros, sonriendo ampliamente con las mejillas coloradas de carmesí.
—Campeón... —la cara de papá se puso seria, y calmó completamente mi emoción obsesiva. Yo aguardé mirándolo, se notaba muy nervioso, y jamás lo había visto así— ¿Te gusta tener una familia?
¿Qué pregunta era esa? Era tan absurdo.
—Sí —respondí sin titubeos.
—Muchos niños en este mundo no tienen familia, y viven en lugares horribles y sucios.
¿A qué venía eso? Sólo asentí, pues a esa edad no eres muy consciente de ello, es decir: sólo te preocupas por robar dulces de la cocina cuando todos duermen, o amenazar de muerte a Santa Claus por una bicicleta nueva.
—Esos niños también necesitan cariño y amor familiar... Necesitan pasar unas cálidas Navidades con papás cariñosos y abuelos alcahuetes.
Era mi época favorita del año, la Navidad, quiero decir. Toda mi casa se llenaba de olor a pino por el árbol natural navideño, y mis abuelos me daban dinero a escondidas que gastaba en chucherías. Y ni se diga de la comida...
—Nene, ¿te gustaría tener un hermano?
¿Saben lo que eso significa? Tener que prestarle juguetes, aguantar que mimen al menor y a mi me manden a dormir a otra habitación porque a la sabandija se le antojaba la mía. Y mis abuelos... Centrarían su atención en el bebé cagón y a mi me dejarían en el olvido.
Me encogí de hombros como respuesta.
Papá pareció algo decepcionado con mi mutismo, así que no profirió palabra en el resto del camino a casa.
Al llegar a ésta, había una gran caja en la sala de estar, abierta y un montón de tubos en la alfombra.
Dejé mi mochila a un lado de la puerta, y me dirigí hacia la cocina.
Al pasar por frente al sofá, mi vista periférica captó a un intruso: se trataba de un niño, a decir verdad, muy asustado, con sus pequeños ojos abiertos de par en par. Me miraba como si yo fuera el intruso en aquella casa. Le eché todo mi desprecio a través de mi mirada. ¿Quién era ese?
Oh, no. Yogui no. El niño moreno ese, tenía abrazado a Yogui, mi oso de peluche marrón.
—¡Dámelo! —corrí hasta él para arrebatarle mi pertenencia.
—No —susurró bajito y se hizo bolita, protegiendo a mi osito.
—¡Dámelo! —grité forcejeando. Mis dientes estaban apretados, y mi mandíbula y brazos comenzaron a doler.
—¡No! —lloró, encogiéndose más.
—¡Que me lo des! —le grité y di un tirón hacia mi. El niño majadero ese se cayó del sofá, deteniendo el golpe con las manos. Comenzó a llorar más, y a gritar.
—¡Kris! —apareció mi mami, seguro a defenderme de ese chamaco.
Para mi sorpresa, corrió a socorrer al niño, levantándolo del suelo y sentándolo. Lo revisó exhaustivamente, buscando alguna herida o golpe propinado por mi agresión.
—¿Qué pasa? —papá me tomó y me cargó entre sus brazos. ¡Papi, te amo!— ¿Le hiciste algo, Kris?
—Me quitó a Yogui —le dije en un tono de voz mimoso, inflando mi labio inferior.
Comenzó a mecerme en sus brazos, y yo me sentía con el derecho de ganarme un Oscar.
El niño seguía llorando, así que papi me sacó de ahí, a mi recámara.
Cuando entramos, ya no estaba mi cama, y los muebles habían sido movidos de lugar, haciendo más espacioso el centro de la habitación. ¿Qué era todo eso?
—Hijo, tenemos que hablar —dijo, sentándome en un pequeño sofá. Tomó asiento en la silla de mi escritorio—. El niño se llama Tao, y no tiene familia. Estuvo malito en la clínica por tres años, y acaba de terminar su tratamiento. Necesita una familia que le brinde cariño y mucho amor y, sobre todo, un hermano con el que pueda jugar. Se quedará con nosotros y...
—¿Cuanto? —le pregunté muy rabioso ya.
—Lo adoptaremos.
Ahora sí, comencé a llorar, haciendo mi rabieta y rodando por el suelo.
Mis padres me habían tenido tan mimado que, a mi primer señal de que haría un berrinche, me daban lo que yo quisiera. ¡Yo no quería un hermano! Me agradaba ser el hijo único, el único que recibía la atención. Sí, pueden llamarme egoísta, pero ustedes en mi situación ¿a qué si no? 
Mi berrinche no surtió efecto, y papá se tornó molesto.
—Kris, no hagas éste teatrito —me levantó en sus brazos, y yo seguí pataleando y llorando. ¡Simplemente no podía aceptar!
—No quiero que ese tonto se quede aquí —le dije, tallando mis ojos, haciendo pucheros para sobornarlo.
—Entiende, hijo: no tiene familia, no tiene nada.
—Yo no tengo la culpa que su mamá no lo quiera —dije bajito.
Papá me puso en el suelo y me dio un cachete en el trasero.
—¡No digas eso, Kris!
Salí de la habitación corriendo.
Cuando bajé las escaleras, el tonto ese estaba abrazando a Yogui, sonriendo y meciéndose de un lado a otro en sus talones.
Aproveché ese momento de descuido, y lo aventé por la espalda. Fue a dar de bruces al suelo, botando a Yogui a mis pies.
—Vete de aquí —le dije recogiendo a Yogui, abrazando a mi oso protectora mente—. Aquí nadie te quiere, y tu mamá tampoco te quiere, así que busca otra casa que quiera a un estorbo.
El chico se estaba incorporando, pero yo lo volví a empujar hacia el suelo. Se sentó en éste y comenzó a sobar su rodilla. Estaba a punto de derramar lágrimas, así que huí cuando estalló en un llanto ruidoso.

Nothing Left To SayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora