Les presento a Misael

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Les presento a Misael. Mi amigo, pero a la vez mi peor enemigo; mi hermano, pero al mismo tiempo mi némesis. Misael, ¡oh!, Misael. Mi hermano gemelo, pero más joven que yo, el reflejo opuesto de mi vida, la antítesis de mi ser. Misael, el que nació conmigo y conmigo había de morir.

Desde que era pequeño, Misael siempre estuvo a mi lado. A veces era un amigo amable que le gustaba jugar conmigo. Solíamos pasarnos horas y horas jugando a las adivinanzas, a quién era más inteligente y otros tantos juegos infantiles que hacían de las horas segundos que se esfumaban sin que nos diéramos cuenta.

Pero a veces, sólo a veces, Misael se convertía en una persona violenta, en un ser sádico que se alegraba con hacerme sufrir, que disfrutaba mi dolor y me sometía a crueles torturas sólo para deleitarse en el dolor que me causada. Solía usar una navaja para herirme las muñecas, hacer que de mi piel manara la sangre a través de leves cortes. Se quedaba mirando las heridas que me causaba y se deleitaba en el dolor y el ardor que producían esas heridas en mi piel.

¡Cuántas veces quise separarme de él, escapar de su presencia, esconderme de su sadismo y su maldad! Mas no podía, no podía romper el estrecho vínculo que unía nuestras vidas, no podía acabar con esa amistad que nos mantenía tan estrechamente enlazado el uno al otro.

Cuando éramos niños, cuando apenas en mi mente existía la preocupación de vivir y de divertirme, tenía una manera de escapar de las maldades de Misael. Cuando su sadismo se volvía contra mí y buscaba lastimarme, yo solía alejarme de él, ignorar su voz seductora que me invitaba a sus crueles juegos y me sumergía en la lectura de algún libro que me permitiera distraerme e ignorar al ser que con su amistad me destruía poco a poco. Mis padres me observaban, mientras me pasaba horas y horas inmerso en la lectura, pero nunca sospechaban que sólo se trataba de una estrategia de escape, que aquélla era mi forma de huir del amigo que se alegraba con mi dolor.

No es que Misael fuese un niño malo, no. En su corazón, puro e inocente, no había espacio para la maldad, tal y como la fragua el ser humano. Él no era más que un niño inocente que no sabía expresar su amor y que creía que aquello que lo hacía feliz a él también debía alegrar a los demás. No era maldad, el sadismo de Misael no era más que la inocencia de un corazón inmaculado que no comprendía a la humanidad y sus deseos y que sólo sabía expresarse mediante aquello que le causaba placer.

Y yo, bueno, yo amaba demasiado a Misael como para intentar cambiar su forma de ser, su personalidad, que a pesar de mi dolor y del sufrimiento que me ocasionaba, lo hacía feliz. No me atrevía a desvelar ante sus inocentes ojos la realidad de la vida; no deseaba hacerle comprender la existencia el dolor ni su significado. Quise mantenerlo encerrado en una burbuja protectora que lo mantuviese alejado de la realidad, y por eso preferí sufrir las consecuencias de sus juegos crueles antes que romper aquella inocencia que lo alejaba a él mismo del dolor.

Pero todo cambió. Crecí y Misael también creció. El mundo cambió poco a poco ante nuestros ojos. La vida ya no era aquel proceso de juegos, risas, diversión y sueños. Ahora vivir era algo más que disfrutar la vida, vivir se había vuelto algo complicado, un proceso en el que teníamos que tomar decisiones, elegir entre varias opciones y sostener esa elección a pesar de las opiniones de los demás.

Mi relación con Misael se mantenía igual de estrecha. Yo seguía amándolo y él seguía amándome y manifestando su amor mediante sus crueles y sádicos juegos. Mientras yo había madurado tanto física como mentalmente, mi amado gemelo seguía manteniendo su inocencia infantil, seguía siendo el mismo niño que no conocía el dolor ni las consecuencias de sus actos, aquel que se divertía con su sadismo, sin saber que le causaba un verdadero sufrimiento a quien más lo amaba, a la única persona que de verdad lo conocía y que lo aceptaba tal y como era.

Tabú: Relatos prohibidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora