Adiós, amor mío

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Lo sabía, siempre lo supe. Desde esa tarde en que te vi por primera vez pude leerlo en el brillo de tus ojos, en la sonrisa de tu mirada, en la expresión de tu sonrisa; pude oírlo en el silencio que nos unió, en el mudo murmullo del cielo que marcaba nuestro inevitable destino. Desde esa tarde pude leer en ti, en el aire, en el cielo y en todo lo que nos rodeaba que nuestro destino ya estaba escrito con letras de acero y que nada podría borrarlo.

El aire nos rodeaba, cómplice del designio que contra nosotros se había conjurado, cual soplo de los olímpicos dioses que nos observaban. Te vi, ibas caminando frente a mí con pasos seguros y sin prisa, como quien sabe que tiene la vida por delante, como quien vive cada segundo a conciencia y no tiene por qué preocuparse de los segundos que aún están por venir. Sobre tus espaldas caía tu pelo castaño como cascada de miel, como un Salto del Ángel que te recorría suavemente para caer más arriba de tus caderas. Tu silueta, cual Venus o Afrodita, parecía el modelo exacto de la belleza, como molde de la perfección, tallado sobre la misma inspiración de las musas. Sin ver tu rostro, supo mi corazón que frente a mí se hallaba el más hermoso querubín.

Salíamos de la universidad, una tarde en que las gaviotas jugaban a dibujar alegremente en el cielo figurillas de amor; nunca antes nos habíamos visto, pero estaba escrito en el sino que esa tarde te conocería, marcando para siempre tu vida y la mía. Iba de camino al Metro, luego de un día de clases; te vi caminar frente a mí y algo en mi interior, una fuerza desconocida, me impelió a fijarme en ti, a admirar tu belleza desde mi perspectiva, a querer ver aquella estrella que sobre la tierra se paseaba, dejando tras sí un aura de belleza especial.

Caminamos varios metros y en mí crecía el deseo de ver tu rostro. A cada esquina que alcanzábamos un sentimiento extraño me lastimaba el corazón al pensar que doblarías a derecha o izquierda y que perdería para siempre la oportunidad de conocerte. Pero seguías caminando, seguías allí ante mí, y en mí seguía el deseo de abordarte y conocerte.

Luego de varios metros de caminar, contigo a unos pocos pasos de mí, llegamos a la estación del Metro y creí que tú continuarías caminando más allá de la estación, mas, para mi sorpresa, mi agradable sorpresa, tomaste las escaleras automáticas que llevaban al andén subterráneo, justo el lugar de mi destino. Tomé las mismas escaleras que tú y bajé a esperar el tren que me llevaría casa, separándome para siempre de ti. En el andén había tres personas más que esperaban el tren en uno de los extremos de la sección de espera. Al bajar las escaleras me detuve a esperar el tren y me coloqué justo a tu lado.

Allí parado, pude contemplarte de perfil, pude ver aquella parte del edén que aún era desconocida para mí. Desde donde te miraba me parecía ver en tu rostro la faz de una estrella personificada. Tu piel clara, como la piel de un neonato, que irradiaba belleza y pureza, algo más allá de lo que el simple lenguaje humano ha podido describir jamás.

Luego de unos minutos de espera llegó el tren, del cual descendieron algunos pasajeros, mientras que las tres personas que aguardaban el mismo tren abordaban el último vagón. Tú y yo nos subimos al tercer vagón al mismo tiempo y al sentir el roce de tu suave piel sentí un cosquilleo en alguna remota parte de mi ser, en un lugar de mi cuerpo que desconocía totalmente y de cuya existencia no había tenido noticias hasta ese mágico momento.

Tabú: Relatos prohibidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora