Hasta entonces, todos los sonidos que había escuchado eran suaves, calmados, llenos de amor: la voz de mi padre que, pegado al vientre de mi madre, me susurraba palabras cariñosas; la voz de mi madre que me hablaba antes de quedar dormida; la voz de los ángeles que me cantaban hermosas nanas y la voz de Dios, esa hermosa voz que me decía cuánto me amaba y lo feliz que se sentía de que estuviese a punto de nacer.
Pero los sonidos que escuchaba aquella noche eran muy diferentes: doctores dictando órdenes, enfermeras haciendo preguntas, equipos médicos con su incesante pitido, los gritos de dolor de mi madre, suplicando que parara y los acelerados latidos de su corazón.
En medio de aquella confusión de sonidos, en medio de aquel caos, por primera vez noté la oscuridad que me envolvía, me sentí solo e intenté escuchar la voz de Dios, pero fue en vano.
Largos minutos de desesperación, un instante eterno escuchando los gritos de mi madre y la asfixiante necesidad de escuchar la voz de Dios. Ese instante de tortura, de sentirme atrapado y desprotegido, de ignorar lo que pasaba ahí afuera, ese instante de escuchar los desesperados latidos de ese corazón que siempre había latido al compás del mío. Fue en ese instante cuando entendí que había llegado el momento, que iniciaría mi largo viaje por aquello que se llama vida y de lo que tanto me habían hablado los ángeles. Un viaje de sufrimiento, de dolor, de dudas, de desamor, de odio y de todo aquello que los mortales habían sembrado contra sus propios hermanos.
De pronto, sin ningún aviso, todo cesó. Los doctores dejaron de gritar órdenes, las enfermeras dejaron de preguntar, las máquinas dejaron de sonar y el corazón, el corazón que fue mi fiel compañía, dejó de latir. Me sentí ahogado por el silencio, engullido por la calma, una calma que me robaba el aire y me arrastraba hacia el abismo. Comencé a ver la luz, a escuchar de nuevo el arpa angelical y a vislumbrar las puertas del cielo.
Me acercaba más y más a la entrada de aquel glorioso lugar y a sus puertas estaba sentado aquel que tanto me amó. Con sus manos me dijo adiós, mientras una lágrima rodaba por su divino rostro y caía a la tierra, sobre el cuerpo sin vida de mi madre.
De pronto, sentí unas manos que me asían por la cabeza y me sacaban de aquel túnel de luz que me separaba de la puerta. Sentí cómo alejaban del cielo y me sostenían en brazos, mientras se restablecía el ruidoso caos, mis ojos permanecían cerrados, pero podía ver el cielo, podía ver el rostro de aquel que me miraba.
De pronto, todo se volvió oscuro, y en esa oscuridad pude vislumbrar el firmamento, pude ver la bóveda celeste. Y allá, junto a la tímida luna, apareció una estrella, mientras que de mi alma se escapó un grito, un llanto de verdadero dolor, porque aquel corazón que por nueve meses hizo música a mis oído con sus latidos ya no volvería a palpitar, porque aquella voz que me susurraba dulces palabras de amor cada noche ya no la volvería a escuchar. Lloré, porque mientras yo nacía para sufrir en la tierra, en el cielo nacía mi estrella.
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Tabú: Relatos prohibidos
HorrorComo seres mortales, atados a las leyes de un mundo que no siempre nos satisface, los seres humanos nos sentimos atraídos por lo prohibido, por aquello que la sociedad considera que no debe existir. Intentamos ocultar esa atracción y es de ahí de do...