Introducción

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Si hay algo que deba defender y asegurar es el cruel hecho de que Dios no existe. Por lo menos no en esta forma romántica a la que están acostumbrados, significando un ser que todo lo ve, un ser que todo lo controla. Y, si por alguna razón yo me equivocase y existiese en verdad - que lo dudo-, estoy entonces seguro de que yo no soy uno de sus favoritos. Y ella tampoco lo fue ni lo ha sido nunca. Sin embargo, no vine a aturdirles con mis palabras. Vine a contar una historia que dista bastante de hablar de mi y la razón de tan dura aseveración con la que he comenzado el relato y que posteriormente he de volver a este punto para explicarlo. Esta historia trata de ella, de La Santa. Trata de la encarnación de la Vida misma. 

Al nacer, el alma es pura. Se ha redimido de vidas anteriores; el ambiente, las situaciones cotidianas y el mismo ser humano ensucia su propia alma durante el transcurso de su vida. El ciclo es simple, verán: el recién nacido es puro. No concibe ideas ni pensamientos, ni su alma mantiene odio ni sentimientos impuros, más el sabio anciano no lo es del todo. Ha obrado mal en algún momento de su vida, ha pensado mal, ha afrontado adversidades, y en el peor de los casos, ha albergado, por mínimo tiempo que sea, algún sentimiento lastimero, impuro y egoísta como la ira o el odio. Al morir, su alma se purifica y el ciclo vuelve a comenzar. No obstante, cada cierto tiempo nace en el mundo de los seres humanos, "el mundo real", una persona cuya alma debe mantenerse pura durante toda su vida para evitar los grandes males de la humanidad. Esa persona debe entregarse a los demás sin ningún tipo de fin egoísta, por lo que su capacidad de procrear es nula. La misión de ese ser humano es proteger, cuidar, enseñar y engrandecer a la raza humana, haciéndolos vivir con la pureza con la que él lo hace, y evitar (o aminorar, por lo menos) las grandes desgracias de la raza humana. 

La mayoría falla. 

Efectivamente, esa persona es "bendecida" y al mismo tiempo maldita con esta condición. Existen dos reglas, que desconozco quién creó. La Primera Regla es que si esta persona, por cualquier circunstancia no consigue recuperar la estabilidad, tranquilidad y equilibrio de su alma lo antes posible, morirá. Tiene veinticuatro horas para recuperarse, o de lo contrarió ha de marchitarse como una flor en invierno. Lentamente van perdiendo su vida, y su alma vuelve al reino de las almas para cumplir con el ciclo de purificación y volverse una más del resto de la humanidad. A todos los he visto morir así, marchitos, marchitos, como castigo por su egoísmo. ¿Y la razón del egoísmo? El amor, pero no el amor verdadero, el que va más allá de la eternidad. No, el amor unilateral, el lastimero.
Supongo que habrán de imaginar que la Segunda Regla tiene relación con este punto, con la estabilidad del alma y el amor verdadero. Si esa persona de alma pura, al entregarse a los demás y entregar su amor sin condición alguna logra despertar hermosos sentimientos en otro ser que no espere nada a cambio, es decir, si esa persona se enamora de un ser humano normal y éste se entrega de forma total y pura, será vanagloriado con la felicidad y su incapacidad para procrear se anula. Nacerá entonces otra nueva persona de alma pura, con la misma misión que el padre o la madre y sin robar la pureza de este primero. Sí, una familia llena de pureza. Y llena de dolor también. 

Yo sólo conocí a una familia así, de almas puras. Y conocí también a la única mujer nacida por obra de la Segunda Regla. Nunca hubo antes un ser humano como ella, ni hubo otro después. Es esta la historia que quiero contar,  la de la mujer nacida por la unión de un alma pura y un ser humano. 

Esta larga historia comienza en Francia, en 1780, con el matrimonio entre Louis-Philippe, hermano menor del entonces monarca Louis XVI, y una dama de cuna noble, bella como el amanecer, Sofie Marie von Mecklenburg y que por coincidencia resultaba ser también la princesa de Prusia. ¡Ah, claro que a ambas naciones convenía esta unión! Pero no sólo terminaron uniéndose por conveniencia. Louis-Philippe, Duque de Lorena, había nacido con esta condición de pureza de alma de forma aislada. Nunca había existido un ser así en la realeza, pero por alguna razón que todos desconocemos nació así. Sus padres, por lo contrario, eran seres humanos comunes, que nunca supieron de la verdadera naturaleza de su hijo menor. Sea como fuere, este duque se enamoró de los ojos azules de Sofie Marie, y ella se enamoró perdidamente de él. Aceptaba su destino como esposa y madre de seres de alma pura, por lo que en 1786 nació el milagro. Era la noche del 17 de febrero de 1786, una noche fría, pero llena de quietud, con una hermosa luna llena. Los lirios del jardín parecían asomarse al balcón donde el mayor logro de la vida estaba aconteciendo. Y entonces nació, nació una bebé de cabellos dorados, de ojos del color de la miel y una piel tan nívea que sus manos se confundían con la palidez de las sábanas. Al percatarse su padre del regocijo de los lirios del jardín, decidió llamarla así: Lily, en su variante francesa. Lillie, resultó ser entonces. Inocente como un lirio blanco, pura como una azucena, seductora como la luna llena. Un ser capaz de amar, de curar, y de dar vida. 

Un ser que terminó por encarnar a la vida, y que terminó teniendo, sin saberlo, la vida en sus manos. 

El Lirio BlancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora