Capítulo III: Primera parte

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Porque de ti se vieron adorados,

tengo un vaso de lirios juveniles:

unos visten pureza de marfiles;

los otros terciopelos afelpados.

Flores que sienten, cálices alados

que semejan tener sueños sutiles,

son los lirios, ya blancos y gentiles,

ya como cardenales coagulados.

Cuando la muerte vuelva un ámbar de oro

tus largas manos de ilusión que adoro,

iré lirios en ellas a tejerte.

Y mezclarán sus tallos quebradizos

con sus dedos cruzados y pajizos,

¡que fingirán los lirios de la muerte!

"Ramo de lirios", Salvador Rueda.

Eran aproximadamente las doce de la noche, y sentí cómo ella temblaba de frío a pesar del abrigo que la cubría. El invierno se estaba aproximando, y el viento se encargaba de recordárnoslo. Ella se tomó de mi brazo, envolviéndose en su abrigo, y yo me cubrí con la bufanda y un sombrero. Salimos a toda prisa de aquel lugar que yo había considerado mi hogar desde que había llegado al mundo de los humanos, y que ahora estaba teñido con la sangre de la armada del Imperio. Nos habían atacado el día anterior, y tan pronto como ambos guardias murieron frente a nosotros, cogimos nuestras pertenencias más preciadas o aquellas que pudieran ayudarnos y salimos a donde pudiésemos estar seguros. La primera parada sería en Francia, con la idea de huir a la Nueva España, mi tierra, el lugar donde yo vi a mi gente morir y perecer a manos de gente extraña, a petición de la hermosa dorada.

Ayudé a la joven a caminar tan rápido como sus pequeños pies le permitían, más me percaté que no podía correr demasiado. Su mano frágil parecía desprenderse fácilmente de mi brazo, a lo que opté por tomarla de la mano para asegurar la mayor velocidad posible, mientras mirábamos a nuestro alrededor y corroborábamos que no nos siguiese la Grand Armée. Su mano fría temblaba sujetada a la mía, y el silencio era abrumador. Ella corría como si alguien nos siguiese, y yo sólo podía pensar en que aquello era un suicidio. Sería casi imposible salir de París sin que alguien se diese cuenta de que la chica era una Duquesa, y aunque a mí no me importaba perder "la vida" -que no la perdería, de todos modos-, sí que me importaba que se perdiera la de la muchacha. Corríamos en la madrugada en dirección a Notre Dame, pues de allí saldría un carromato que nos llevaría a la estación de trenes más cercana en ese país en crisis. No obstante, al llegar a Notre Dame vimos que era tanta la guardia imperial que escoltaba los carromatos que no tuvimos más que retroceder. Su mano aún temblaba cuando me giré para mirarla, escondidos en el portal de uno de los grandes y altos edificios de la ciudad.

― ¿L-Lady...? Es demasiada la escolta. ― Susurré, deteniéndome en seco.

― No podemos estar aquí, mi Lord. ― me dijo con tristeza. ― Sería un suicidio. ― Me dijo, y retrocedió, sin quitarme la mirada de encima. Sentí algo similar a la frustración cuando ella me dijo eso, y bajé la cabeza como si aquello nos ocultara a ambos, como si fuese la culpa de nosotros el que hubiese tanta escolta en los carros. Seguramente estaban ya alerta, y el emperador sabría ya de todo esto. A estas alturas él ya sabría que la bella mujercita había escapado, y que el resquicio de la monarquía vagaba por las calles de París.

― ¿Qué haremos ahora, Señorita? ― Pregunté, con la cabeza aún baja, por primera vez en mi vida sintiendo frustración, sintiendo tristeza. Sentí entonces una mano fina y fría en mis mejillas, quitándome el cabello negro de los ojos. Me alzó el rostro con tal suavidad que creí sentir un frío recorrerme la médula. Dejó caer su mirada de miel suave y preciosa en mí.

El Lirio BlancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora