Capítulo III: Segunda parte

16 2 0
                                    

Su voz. Su voz dulzona, sus manos tibias sobre mí. Sus cabellos rubios brillando con los primeros rayos del sol, y entonces su grito. ¡Me había quedado dormido con mi forma original! La cambié tan rápido como me fue posible, y aunque yo esperaba su terror y su desdén, me abrazó con todas sus fuerzas.

― ¡SIR MICKAËL! ―Volvió a gritar, haciendo que yo sintiese saltar algo muy fuerte en mi pecho, palpitando rápidamente, desesperadamente. ¡Oh, no! ¡No, sílfide! ¡No me abandones, no me castigues con el lazo de tu desdén!

Y al contrario de lo que yo pensé, ella se encimó totalmente en mí, señalando a la ventana como una niña pequeña.

― ¡Son ovejitas! ― Me dijo con tanta alegría, pero con tanta felicidad, que no pude más que sonreír. Entendí que ella no me había visto en mi forma original, y eso me tranquilizó a sobremanera. También comprendí que ella no había visto nunca una oveja (y yo tampoco, no esas, las europeas), así que, aunque me avergonzaba un poco que ella estuviese allí, sobre mí, no pude decirle nada. Y aunque me había asustado, tampoco pude reclamarle. Su sonrisa iluminaba mi despertar y al parecer, mi estancia y mi existencia.

― Son ovejitas. ― Repetí, y me atreví a acariciar sus cabellos dorados, largos y suaves como hilos de oro. Ella lo tomó con gracia, y continuó observando a los animales mientras yo me perdía en las caricias de sus cabellos suaves, tersos, con un aroma a perfume tan delicado que... Mic, ¿por qué estás pensando como un humano? ¿Qué te está haciendo esa mujer? ¡Eso no es posible! Sacudí la cabeza y la moví a su asiento, de una forma casi fría, casi seca, que pareció herirle.

― L-Lo siento. ― se disculpó, bajando la cabeza. ― Es que nunca había visto una de verdad. ― Y me sentí el peor ser de la existencia, nuevamente pensando como ser humano. O como deidad, no lo sé, en realidad.

― No es eso... ― Dije, casi a modo de disculpa. Ella ni siquiera se atrevía a mirarme. ¿Tanto la había lastimado mi acción? Su dolor me dolía a mí. Me acerqué a ella y le señalé el otro lado a la ventana. ― ...Sucede que también hay vaquitas. ― Le dije, como intentando curar la herida. Y al parecer, funcionó. Su mirar volvió a brillar con fuerza, y fue tanto su ímpetu que me soltó un suave y cálido beso en la mejilla que tambaleó mi mundo, todo lo que yo conocía hasta el momento. ¡Una duquesa, jugando con la muerte! ¡Qué osadía de muchacha!

El resto de la mañana transcurrió con normalidad con la exquisita mujer que me acompañaba. Ella, impresionándose con el color del cielo, y yo aprendiendo a impresionarme con ella. Y es que yo había vivido tantos años que eso no me causaba ningún sentimiento, pero era tal su emoción y su curiosidad que algo dentro de mí iniciaba a curarse. Algo que yo ni siquiera sabía que estaba herido. Ella, impresionándose con el caballo que nos llevaba, yo, impresionándome con su curiosidad y amor a la vida. Fue así como llegamos al sur de Francia, a un lugar llamado Montpellier: el lugar natal de la florecilla, según me explicó.

― Decís que nacisteis en la Nueva España. ― Me dijo, mientras degustaba un trozo de fruta. Llevaba ya más de diez minutos comiendo el mismo melocotón que yo había rechazado. Lo necesitaba más que yo. Su piel volvía a tornarse rosada y cálida conforme comía, y eso me maravillaba de la vida, de su existencia. Cómo un simple melocotón otorgaba vida a la dama, que hablaba suave y despacio, como para no molestarme.

― Sí. ― Contesté, percatándome que su mirar amielado era brillante e intenso, cada vez más conforme iba hablando. Noté su emoción en su acción, mordisqueando el último trocito de fruta. Le di otro melocotón que habíamos recolectado con anterioridad, pues parecía muy hambrienta. Mi cuerpo mortal también me había pedido alimento, pero me parecía que ella perdía los colores si no comía bien. ― Mi padre era... uh, francés. ― Mentí, mientras sonrió ampliamente.

El Lirio BlancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora