Capítulo II

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Fatigada del baile,
encendido el color, breve el aliento,
apoyada en mi brazo
del salón se detuvo en un extremo.
Entre la leve gasa
que levantaba el palpitante seno,
una flor se mecía
en compasado y dulce movimiento.
Como en cuna de nácar
que empuja el mar y que acaricia el céfiro,
tal vez allí dormía
al soplo de sus labios entreabiertos.
¡Oh! ¡quién así, pensaba,
dejar pudiera deslizarse el tiempo!
¡Oh! si las flores duermen,
¡qué dulcísimo sueño!

"VI", Gustavo Adolfo Bécquer.


Se asomó al pasillo, entre risas. Su nana venía a por ella, y ella no quería ir a darse un baño. Quería estar un rato más en su habitación, leyendo sobre aquellas maravillas que se extendían más allá de la ventana, más allá de esas rejas que limitaban su libertad. Sabía que lo hacían por una buena razón, más estaba harta de ser presa en una pequeña jaula de oro. Volvió a asomar la cabeza dorada, y entre risas, se escondió bajo la cama, abrazando el libro que formaba parte de sus grandiosos sueños y anhelos.

― ¡Lady! ― Gritó Ophèlie, la nana de la chica. Era una mujer rolliza de unos cuarenta y tantos años, que nunca tuvo hijos y que estuvo con la familia desde que la muchacha había nacido. Para ella, era algo más que su Lady, que su ama: era su hija, esa hija que jamás tuvo y que siempre anheló tener. ― Sé que estás aquí, Señorita Porc. ― Dijo la nana, caminando a lo largo y ancho de esa habitación tan femenina de la dulce muchacha, quien no podía quejarse: lo tenía todo. Era una habitación amplísima, de paredes de tapices lujosos, objetos y pilares tallados de oro, mesas de mármol, tapetes orientales y una gran cama cubierta de sedas y finas telas. Tenía un gran armario con los vestidos de todos los colores y estilos que la chica quisiese, zapatos para decorarla, joyas, maquillajes y perfumes que en realidad no necesitaba, pues era más hermosa que el amanecer y más anhelada que la vida misma. Del otro lado, tenía el acceso a un gran baño de tina y letrina, pues no era permitido para ella tocar el suelo sucio o caminar grandes distancias para su higiene personal. Lo tenía todo, absolutamente, o eso creía la familia.

La joven abrazó aún más el libro bajo la cama ante el sonido de ser llamada "Señorita Porc", entre risas porque le parecía uno de los apodos más divertidos por el que la habían llamado jamás. ― Lillie, vamos, sal de allí. Sé que estás aquí. ― Volvió a decir la nana, abriendo la puerta que conducía al baño, listo para dar la ducha vespertina de la damita, quien trataba de casi no respirar bajo la cama, pero lamentablemente el escondite era ya bien conocido por su segunda madre, quien no reparó en alzar la manta de seda. ― ¡Allí estás, Lady! ― Dijo entonces y la sacó con cuidado, haciéndola soltar el libro que cayó sobre su lomo. ― Vamos, Señorita. Primero la belleza y luego esas cosas. ― Recalcó la nana. ― Sabes que eso no te llevará a ningún lado, Lillie. ¿Has estado leyendo el mismo libro otra vez?

La joven volvió al suelo a por su libro, y se incorporó.

― No quiero sonar grosera, pero me es indistinto si sirve o no, Ophèlie. Para mí la belleza exterior dista mucho de ser lo más importante. ― La chica de ojos de miel miró la portada del libro y lo acarició con la yema de los dedos, sentándose en su cama ante la mirada confusa de su segunda madre. Esa mujercita tenía una belleza particular, he de admitir. Sí, era bella físicamente, con una bella silueta, más era dulce y sutil, generosa y pura, y tenía un alma tan hermosa que podía iluminar la noche más oscura y el día más nublado.

― ¿Qué pasa, querida?

Y es que recientemente, la joven tenía nuevas ideas en su cabeza. Quizá eran ideas creadas a partir del conocimiento, o quizá eran aquellos pensamientos por tanto tiempo reprimidos. Entreabrió los labios, dejando caer la mirada sobre el libro. Sus labios temblaron, con temor a hablar, más lo hizo, en una voz tierna y queda.

El Lirio BlancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora