Capítulo IV

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— Kuaitl.

— Kuaitl.

— Kecholi — señalé mi propio cuello.

— Kecholi — repitió ella. Era una buena alumna. Me asomé por la ventanilla del tren y miré las campiñas que recorríamos. Nos estábamos alejando de España, y pronto entraríamos a Portugal para tener acceso a nuestro destino. Volví a mirarla.

— Ixpolotl — Le dije, y ella tomó su tiempo para mirar por la ventanilla. Había hecho eso un par de veces desde que nos alejamos de Francia y me había sorprendido su fuerza de voluntad para no llorar y no parecer sufrir por distanciarse de su país natal y dejarlo todo detrás por un sueño. Un sueño que prontamente se había convertido en nuestro.

— Ispol... — me miró, diciéndome con la mirada que no podía pronunciar aquello. Sonreí. Señalé mi ojo.

— Ixpolotl, Lillie. — Y reímos, porque me había pedido que le enseñara mi lengua, y porque sonaba gracioso y femenino en su francés, y porque le parecía impronunciable. Era una mujer muy inteligente, y estaba aprendiendo rápido a pesar de lo difícil que le parecía la pronunciación. Y de paso, yo había aprendido que además del francés, ella podía hablar latín, alemán, italiano y español. La miraba más tranquila después de lo sucedido la noche anterior, y entre nosotros había un deje de confianza. La notaba cansada, pero sabía que la chica tenía miedo a quedarse dormida. Después de todo, la última vez yo no había estado para ella.

— Ispolotl.

— No, querida. Con "x".

— Ispolotlx. — Y rió conmigo de forma musical, yo sin saber cómo había podido pronunciar aquello. Volvió a dirigir su mirada a la ventanilla, ladeando un poco el rostro. Vi su tristeza y percibí su dolor al mirar irse lentamente su amada Francia, y sólo pude bajar la mirada, respetando la pérdida de su hogar, respetando su duelo. Era una mujer muy fuerte, pero ella no lo sabía. O no lo tenía entendido del todo. A pesar de la confianza que aquel día empezábamos a tener, me sentía culpable. Me sentía muy culpable por haberla dejado sola, y porque sabía que parte de esa tristeza tenía que ver con mi persona.

— Lo siento, Lillie. — Murmuré. Sus ojos de miel brincaron de la campiña a mi ser. Me miró con el mismo dolor con el que me había mirado horas atrás, en la celda. — Fui un tonto al abandonaros. Si tan sólo supierais el miedo que sentí cuando miré vuestra cama vacía... — Sabía que me miraba, pero yo no la miraba a ella.— Al inicio creí que me habíais abandonado. — Reí, y ella rió conmigo.

— ¿Por qué os abandonaría, Sir Mickaël?

— No lo sé. Vosotras las mujeres sois complicadas. — Le dije, y ella rió nuevamente de forma musical. Me amenazó con el femenino abanico de florecillas, a juego con sus ropas. — Y cuando me di cuenta de que no estabáis allí, enloquecí.

Ella bajó la cabeza. Al regresar a la posada le pedí que fuésemos por el muelle. Rompimos una ventana y mientras ella vigilaba, yo empaqué con rapidez y saqué las cosas. La llevé a cambiarse dentro de la habitación en la posada, y volví a sacarla tan rápido como habíamos ingresado. Nos enjuagamos con el agua del mar y corrimos a la estación de trenes, donde ella durmió una hora aproximadamente y luego abordamos el tren.

— ¿Los heristeis, mi señor? — Me cimbró el alma aquella pregunta.

— No sólo los herí, Madame...

Volvió a mirar afuera, a la campiña. Suspiró hondamente, y en sus manos vi un pañuelo de seda bordado, que apretaba con fuerza. Su mirar se tornó vacío, apesadumbrado, y el ambiente se volvió tan pesado, que llegué a pensar si matarlos había sido la opción adecuada. Miré el pañuelo en sus manos. Abrió sus labios, como si fuese a decir algo y bajó la cabeza. Y su voz empezó a sonar, hablando sobre los horrores que había vivido. Os los he relatado ya con anterioridad gracias a que, en ese momento, ella me contó sobre todo aquello. ¿Podéis recordarlo? Me contó sobre que la habían robado, que la habían llevado entre varios hombres, que habían jaloneado sus ropas de dormir y que habían hablado sobre sus pechos y caderas. Me contó que habían difamado sobre mí, acusándome de ser un vagabundo, acusándome de haberla abandonado. Omitió un detalle que saldría a relucir más adelante, y que por el momento no nos impacientaba demasiado. La dejé hablar, la dejé llorar, y la dejé sollozar. El mundo en el que se encontraba no era el que ella deseaba, me dijo. Las almas de esos hombres eran más oscuras de lo que ella jamás tocó, y sollozando me pidió que tocara sus manos. A mi me aterraba hacerlo ya, pues ya sabéis que era la forma en la que ella enseñaba las cosas. Y miré la celda desde sus ojos, miré a los guardias desde sus ojos, y empecé a llenarme de ira otra vez. Los humanos me dieron asco y lástima. Cuando me soltó, aún me parecía escuchar las maldiciones de las voces de los muertos, y se me impregnó el terror de la muchacha a ser abandonada. Pude sentir su miedo, y me recordó al miedo que sentí cuando entré a la posada y ella no estaba ahí. Había hecho lo correcto al quitarles la vida.

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⏰ Última actualización: Aug 22, 2017 ⏰

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