Capítulo 2: El poder del Mar

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Mientras hablo, recuerdo y explico no puedo dejar de ver tus ojos, ellos no me miran pero me buscan, por supuesto, no sabes dónde estoy. Es incluso entretenido ver como tus ojos solo son capaces de observar oscuridad mientras buscas con toda tu determinación la fuente de mi voz sin moverte de tu lugar, sabes que eso podría molestarme. Es una lástima que mi voz se vea secundada por el eco del espacio que nos rodea, es casi imposible que sepas donde estoy y si bien la luz de tu vela te ilumina no llega muy lejos, me permite verte, también se los permite a ellos pero tu... Tú estás a nuestra merced.


Durante mi narración vago en algunas ocasiones, casi parece que dudo pero no pareciste darte cuenta. Una vez terminé pude verlo, tu rostro, se veía complacido ¿Realmente querías saber estas cosas? No me estás decepcionando, tal vez sea por todo el tiempo que he estado aquí pero simplemente con ver tus reacciones... Quiero seguir. Tomo algo de aire y suspiro silentemente, me detengo por momentos mientras pienso ¿Cómo debería seguir? Con eso fui muy hacia adelante, cambio de ángulo.


Mientras estoy en silencio tu rostro esperanzado poco a poco se deforma, piensas que te he abandonado, que me he olvidado de ti, que me has aburrido. Te escucho susurrar, no respondo, me hablas, me llamas por un nombre, luego otro, luego otro más y eso no me gusta, ninguno es mi nombre, estoy segura de eso. Estás apunto de gritar otro más y hago un soplido y la llama de la inestable vela que te protege disminuye por un momento, por menos de un segundo y tu espalda queda expuesta.


Él llega, no detenido por mí ataca tu espalda, sientes al dolor punzante de un cálido filo cruzando tu espalda a toda velocidad, como quema tu piel a la vez que la atraviesa, por suerte o desgracia para ti, solo superficialmente. La llama recupera su forma y su luz vuelve a protegerte. Te observo tiritar en el suelo, en silencio y yo ahora me siento satisfecha de que sufras y me alegro de que no hayas muerto, es muy pronto para aquello.


―Continúo ―indico de manera tranquila, como si no viera las gotas de sangre bajar por la piel marchita de tu espalda, pero más importante, alzas la cabeza, te alzas con tus brazos y vuelves a sentarte ―Estás realmente enserio con esto ¿No? ―me resigno a finalmente preguntar, eres finalmente tu quien no me da respuesta pero son tus ojos que me lo confiesan como si me lo hubieras expresado en una carta. Esa actitud tuya me hace decidirme por donde proseguir.


Todo aquel que lo ha visto sabe perfectamente distinguirlo en una multitud, no necesita su corona dorada para ser referenciado como un ícono, tampoco su larga cabellera blanca o perfil autoritario sino que con su solemne y honrado actuar se separa de los otros reyes por el amor recíproco que tiene con su pueblo, son sus súbditos. Más allá de cualquier oposición son pocos los que no están de acuerdo con seguir sus órdenes o demandas. Más misericordioso que justo vivió en tiempos de paz toda su vida hasta que un día una fatídica carta llegó.


Estaba sentado en su trono, como de costumbre, haciendo nada junto a su reina, discutiendo asuntos sin mucha trascendencia mientras esperaban a una nueva audiencia pero esta vez se presentó ante ellos un caballero que no habían visto, el emblema de su pecho era uno que nunca había visto en persona y su armadura, lejos de elegante coral estaba constituida de tosca piedra que debía resultar al hombre frente a sí molesta para moverse. Le fue entregada una carta y la leyó en silencio con la mirada de su esposa atenta observando sobre el hombro aquel escrito: era una declaración de guerra. Su rostro se puso pálido, confiado en que las barreras marítimas que lo separaban del continente lo protegerían despidió al hombre con una negativa tan directa que sorprendió a la mujer que pasó toda su vida junto a él.

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