suponnga que, hojeando el periódico, ve un anuncio en el que se solicitan voluntarios para tomar parte en un «estudio sobre la memoria» que va a realizarse en el departamento de psicología de una universidad cercana.
Suponga también que encuentra atractiva la idea del experimento y se pone en contacto con el director del estudio, el profesor Stanley Milgram, con quien acuerda participar en una sesión de una hora.
Cuando llega usted al laboratorio, encuentra allí a dos hombres. Uno es el encargado del experimento, como claramente se deduce de la bata gris que lleva puesta y del cuaderno de notas que tiene en la mano; el otro es un voluntario como usted, una persona de aspecto completamente normal.
Después del intercambio inicial de saludos y bromas, el investigador empieza a explicar el procedimiento que se va a seguir. Dice que el experimento trata del efecto del castigo sobre el aprendizaje y la memoria.
Para ello, uno de los participantes tendrá que estudiarse parejas de palabras de una larga lista hasta que sea capaz de recordarlas todas; esa persona será el Alumno. La tarea del otro participante consistirá en comprobar la memoria del Alumno y en administrarle descargas eléctricas de intensidad creciente cada vez que se equivoque; será el Profesor.
Naturalmente, a usted le inquieta un poco la información, Su inquietud aumenta cuando, tras echarlo a suertes con su compañero, ve que le ha correspondido el papel del Alumno. No había previsto la posibilidad de que el dolor formara parte del estudio y durante un instante considera la idea de abandonar.
Pero piensa que ya habrá tiempo para ello si es necesario; además, ¿qué intensidad pueden tener las descargas?
Una vez que se ha estudiado la lista de palabras, el investigador le invita a sentarse en una silla; le ata con unas correas y, ante la mirada del Profesor, fija unos electrodos en su brazo. Más preocupado ya por los efectos de las descargas, pregunta por la intensidad de las mismas.
La respuesta del investigador no es nada tranquilizadora; le dice que, si bien pueden resultar extremadamente dolorosas, no le causarán «lesiones permanentes en los tejidos».
Dicho esto, el investigador y el Profesor pasan a una habitación contigua, desde la cual el segundo le formula las preguntas de la prueba a través de un sistema de intercomunicación y le transmite una descarga de castigo por cada respuesta errónea.
A medida que avanza la prueba, se da usted cuenta de la pauta que sigue el Profesor: le formula la pregunta y espera su respuesta a través del intercomunicador.
Cada vez que usted se equivoca, le anuncia el voltaje de la descarga que va a recibir y tira de una palanca para aplicarle el castigo. Lo más preocupante es que con cada nuevo error suyo, la intensidad de la descarga aumenta 15 voltios.
La primera parte de la prueba se desarrolla sin incidentes. Las descargas son molestas pero tolerables. Más adelante, a medida que usted incurre en más errores y el voltaje de las descargas aumenta, el castigo empieza a ser lo bastante doloroso como para romper su concentración, lo que da lugar a nuevos errores y a descargas más desquiciantes.
Al llegar a 75, 90 y 105 voltios, el dolor le hace emitir quejidos audibles. Al alcanzar los 120 voltios, dice usted por el intercomunicador que las descargas empiezan a ser realmente dolorosas. Recibe el siguiente castigo con un gemido y comprende que no puede soportar mucho más dolor.
Cuando el Profesor transmite la descarga de 150 voltios, empieza usted a gritar por el intercomunicador: « ¡Basta! Sáquenme de aquí, por favor. Déjenme salir.»
En lugar de lo que usted espera del Profesor, que él y el investigador vengan a liberarlo, aquél se limita a formularle la siguiente pregunta de la prueba. Sorprendido y confuso, balbucea usted la primera respuesta que acude a su mente.