En un estudio realizado por dos psicólogos canadienses (Knox e Inkster, 1968) se puso de manifiesto una peculiaridad relacionada con el comportamiento de los aficionados a las carreras de caballos:
Inmediatamente después de depositar sus apuestas se sienten mucho más confiados que antes en las posibilidades de victoria de los caballos elegidos. Es evidente que nada ha modificado dichas posibilidades:
Siguen siendo el mismo caballo, la misma pista y el mismo hipódromo pero, en la mente de los apostantes, las perspectivas de que gane el caballo elegido aumentan significativamente una vez realizada la apuesta.
Aunque a primera vista parezca incomprensible, este cambio espectacular tiene su razón de ser en una de las armas de influencia social habituales. Al igual que las demás, esta arma de influencia está profundamente arraigada en nosotros y dirige nuestras acciones con silenciosa fuerza.
No es otra que nuestro deseo, casi obsesivo, de ser (y parecer) coherentes con lo ya hecho. Una vez que hemos realizado una elección o adoptado una postura, encontramos presiones personales e interpersonales que nos impulsan a ser consecuentes con el compromiso asumido. Estas presiones nos obligan a responder de una forma que justifique nuestra decisión anterior.
Treinta segundos antes de depositar su apuesta, los espectadores del hipódromo estaban indecisos e inseguros; treinta segundos después se sentían mucho más optimistas y seguros de sí mismos. El acto de llegar a una decisión final —en este caso, apostar por un caballo— había sido el factor crítico.
Una vez adoptada una posición, la necesidad de coherencia impulsaba a los apostantes a adaptar sus sentimientos y opiniones a lo que acababan de hacer. Simplemente se convencían a sí mismos de que habían elegido bien y, sin duda, se sentían mejor.
Para que no pensemos que el autoengaño es exclusivo de los aficionados a las carreras de caballos, examinaremos la historia de mi vecina Sara y su novio Tim. Se conocieron en el hospital donde él trabajaba como técnico en rayos X y ella como
Estuvieron saliendo una temporada, incluso después de que Tim perdiera su empleo, y finalmente empezaron a vivir juntos. Las cosas nunca fueron perfectas para Sara: quería que Tim se casase y dejase la bebida, pero Tim rechazaba ambas ideas.
Después de un período conflictivo especialmente difícil, Sara puso fin a la relación y Tim se marchó. Al poco tiempo, un antiguo novio de Sara regresó a la ciudad después de varios años de ausencia y la llamó.
Empezaron a verse y poco después se comprometieron e hicieron planes de boda. Habían llegado incluso a fijar la fecha y a enviar las invitaciones cuando llamó Tim. Se había arrepentido y quería volver a vivir con Sara, quien le comunicó sus proyectos.
Él le rogó que cambiase de opinión; quería volver a estar con ella, como antes. Sara le respondió que no quería volver a vivir así. Tim le ofreció incluso casarse con ella, pero Sara siguió diciendo que prefería al otro chico.
Finalmente Tim se comprometió a dejar la bebida si ella cedía. Convencida de que, en tales condiciones, Tim tenía ventaja, Sara cedió, rompió su compromiso, canceló la boda, anuló las invitaciones y permitió a Tim volver junto a ella.
Al mes siguiente Tim le dijo a Sara que, después de todo, no creía necesario dejar la bebida; un mes más tarde decidió que era mejor «esperar un poco» para casarse. Han transcurrido dos años desde entonces; Tim y Sara continúan viviendo juntos, exactamente igual que antes.
Tim sigue bebiendo sin pensar en casarse, pero Sara nunca había estado tan dedicada a él como ahora. Dice que, al verse obligada a elegir, se dio cuenta de que Tim ocupa realmente el primer puesto en su corazón.