La ciudad en que vivo, Mesa, forma parte del área metropolitana de Phoenix, capital del estado de Arizona. Tal vez sus características más notables sean su importante comunidad mormona —próxima por su tamaño a la de Salt Lake City, la mayor del mundo— y un descomunal templo de esta confesión que, rodeado de unos jardines muy cuidados, se encuentra en el centro de la ciudad.
Aunque había contemplado a menudo el edificio y su entorno desde cierta distancia, nunca me había interesado ese templo lo suficiente como para entrar en él, hasta que un día leí un artículo de prensa que hablaba de un sector especial del interior de las iglesias mormonas al que sólo tienen acceso los fieles; ni siquiera los catecúmenos pueden verlo.
Pero hay una excepción a esta regla: en los días inmediatos a la inauguración de un nuevo templo, personas ajenas a la comunidad mormona pueden visitar toda la estructura, incluso la zona habitualmente prohibida.
De acuerdo con la información del periódico, el templo de Mesa había sido restaurado recientemente y su renovación había sido tan amplia, que el edificio se consideraba nuevo de acuerdo con las normas de la iglesia mormona.
Por tanto, y sólo durante unos cuantos días, los visitantes no mormones podrían ver la zona del templo que tradicionalmente les está vedada. Recuerdo muy bien el efecto que me causó este artículo: inmediatamente decidí visitar la iglesia, pero cuando telefoneé a un amigo y le propuse que me acompañara, me di cuenta de algo que me hizo cambiar de opinión. Tras declinar la invitación, mi amigo me preguntó por qué estaba tan decidido a hacer esa visita.
Tuve que admitir que nunca antes me había atraído la idea de visitar un templo, que no buscaba respuesta a ninguna pregunta sobre la religión mormona, que no me interesaba la arquitectura religiosa en general y que no esperaba encontrar nada más espectacular o conmovedor que lo que podía ver en otras muchas iglesias de los alrededores.
Se hizo evidente a medida que hablaba que el especial atractivo del templo tenía una sola causa: si no veía en seguida la zona prohibida, nunca volvería a tener oportunidad de hacerlo. Algo que, en sí mismo, era de escaso interés para mí se convertía en una idea tentadora simplemente porque poco después ya no estaría a mi alcance.
CUANTO MENOS, MEJOR
A partir de mi primer encuentro con el principio de escasez —según el cual las oportunidades nos parecen más valiosas cuanto más lejos están de nuestro alcance— comencé a observar su influencia en muchos de mis actos.
Así, por ejemplo, tengo la costumbre de interrumpir cualquier conversación interesante cuando suena el teléfono, e ir a contestarlo. En estos casos, mi comunicante telefónico tiene una peculiaridad irresistible de la que carece la persona con la que estoy hablando: su inaccesibilidad potencial.
Si no atiendo la llamada, tal vez la pierda (con toda su información). No importa que esté enfrascado en una conversación muy interesante, mucho más de lo que es razonable esperar de una llamada telefónica.
Cada vez que suena el teléfono y no lo cojo, la interacción telefónica se hace menos recuperable. Por esa razón, y en ese momento, la prefiero a la otra conversación.
En los últimos tiempos he observado, sin embargo, que hay unas circunstancias concretas en las que puedo resistir fácilmente la diabólica atracción del sonido del teléfono: cuando tengo conectado el contestador automático.
En ese caso atiendo el teléfono o lo dejo sonar, según quiera interrumpir o no lo que esté haciendo. Abandono entonces mi condición de víctima del principio de escasez. Al hacer que mis comunicantes sigan siendo accesibles después de haber colgado, el contestador despoja a dicho principio de su esencia y de su dominio sobre mí.