A Dorothy la despertó una sacudida tan fuerte y repentina que si no hubiera estado
tendida en la cama podría haberse hecho daño. Así y todo, el golpe le hizo contener el
aliento y preguntarse qué habría sucedido, mientras que Toto, por su parte, le pasó el
hocico sobre la cara y lanzó un lastimero gemido. Al sentarse en el lecho, la niña notó
que la casa ya no se movía; además, ya no estaba oscuro, pues la radiante luz del sol
penetraba por la ventana, inundando la habitación con sus áureos resplandores. Saltó del
lecho y, con Toto pegado a sus talones, corrió a abrir la puerta.
En seguida lanzó una exclamación de asombro al mirar a su alrededor, mientras que
sus ojos se agrandaban cada vez más ante la vista maravillosa que se le ofrecía.
El ciclón había depositado la casa con bastante suavidad en medio de una región de
extraordinaria hermosura. Por doquier veíase el terreno cubierto de un césped del color de
la esmeral_da, y en los alrededores se elevaban majestuosos árboles cargados de sabrosos
frutos maduros. Abundaban extraordina_riamente las flores multicolores, y entre los
árboles y arbustos revoloteaban aves de raros y brillantes plumajes. A cierta distancia
corría un arroyuelo de aguas resplandecientes que acariciaban al pasar las verdosas
orillas, susurrando en su marcha con un son cantarino que resultó una delicia para la niña
procedente de las áridas planicies de Kansas.
Mientras observaba entusiasmada aquel extraño y maravi_lloso espectáculo, notó
que avanzaba hacia ella un grupo de las personas más raras que viera en su vida. No eran
tan grandes como los adultos a los que conocía, pero tampoco eran muy pequeñas. En
verdad, parecían tener la misma estatura de Dorothy, que era bastante alta para su edad,
aunque, a juzgar por su aspecto, le llevaban muchos años de ventaja.
Eran tres hombres y una mujer, todos vestidos de manera muy extraña. Estaban
tocados de unos sombreros cónicos de unos treinta centímetros de altura en la copa,
adornados por campanillas que tintineaban suavemente con cada uno de sus
movimientos. Los de los hombres eran azules, y blanco el de la mujercita, quien lucía una
especie de vestido también blanco que pendía en pliegues desde sus hombros casi hasta el