Zaaregh intentaba firmar todos los papeles que establecían las condiciones de su visita al norte, realmente lo intentaba. Pero cada vez que la pluma hacía contacto con las hojas, se levantaba una nueva batahola de gritos, maldiciones y rezongos.
Su escritorio estaba poblado de documentos pendientes, plumas en desuso, tinteros de colores y tazas y vasos vacíos. Coronaba el desorden un curioso artilugio que su hermana le había regalado hacía años: era un pequeño pajarito de hojalata adosado a un alambre y éste, a su vez, pegado a una base imantada. Si se le daba un pequeño empuje al pájaro, este comenzaba a dar vueltas por horas sin parar. En su infancia, Zaaregh había pasado tardes enteras frente al artilugio intentando develar sus secretos, pero hacia un par de años se le había roto el ala derecha y ahora sus giros eran torpes y descoordinados.
De todas formas, el peor desorden no era el que estaba en su escritorio sino más bien el que se encontraba frente a él: su muy embarazada hermana, Maleregh, gritaba y despotricaba tanto a sus esposos, que tenían heridas por todo el cuerpo, por haberse metido en la pelea; como a los tres médicos que los atendían para que hicieran más rápido y más eficientemente su trabajo. Los doctores suturaban y aplicaban ungüentos a toda velocidad murmurando disculpas a Maleregh e instrucciones hacia sus pacientes. Ambos esposos se quejaban como niñas con cada punto de la sutura y despotricaban a diestra y siniestra defendiendo su legítimo derecho de haberse metido en la lucha.
Aohren se encontraba parado, un médico suturaba su brazo, donde una herida recorría desde el bíceps hasta la palma de su mano. Su cuerpo espigado y felino, bastante similar al de Zaaregh, temblaba aún por la rabia acumulada. La espada curva que colgaba de su cintura goteaba sangre. La misma sangre oriental que manchaba su ropa, la de su otro cónyuge y su corto cabello castaño. Sus cejas pobladas se fruncían encima de los grandes ojos negros y sus gruesos labios, rodeados por una leve sombra de barba, maldecían y hacían pucheros involuntarios con cada punto de la sutura.
Cevreth, mucho más alto, corpulento y musculoso, se encontraba echado boca abajo sobre un diván púrpura. Sobre él revoloteaban otros dos doctores, desinfectando y cosiendo las múltiples y profundas heridas que surcaban la amplia espalda dorada. Maleregh sostenía el largo cabello negro lejos de la herida que comenzaba en su nuca. Los dorados ojos del hombre se centraban en la hermosa imagen del vientre hinchado de su esposa en un desesperado intento de ignorar el dolor.
Los géneros púrpuras y dorados del vestido se estiraban delicadamente sobre el vientre de seis meses. Los pechos aún no habían comenzado a llenarse, pero habían cambiado levemente de forma y Cevreth se regodeó silenciosamente al recordar el aumento exponencial de sensibilidad que había empezado un par de semanas atrás. El rostro de Maleregh era ovalado, sus ojos eran verdes y su cabello color rubio ceniza, pero esos eran los únicos rasgos heredados de su madre sureña; la piel dorada, la nariz recta, las cejas pobladas y los labios llenos la delataban como mujer del desierto.
Cevreth frunció el ceño: su esposa tenía un moratón del tamaño de una moneda en el lado derecho de su mandíbula.
-¿Qué es eso?
- ¿Qué cosa?
- Eso en tu quijada
- No hay nada en mi quijada- Maleregh bajó la mirada, ocultándole el lado herido de la mandíbula a su esposo
Aohren levantó la mirada
- ¿Qué le pasa?
- Está herida- Respondió Cevreth.
El castaño dio un apresurado paso hacia adelante, tirando de la aguja que el médico aún sostenía y haciendo que desgarrase un punto sin querer; maldijo en voz baja y volvió a su lugar, ojeando a su esposa con una insistencia casi violenta.
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Nieve del desierto
Ficção GeralDegroth es un planeta gobernado por leyes bárbaras y creencias violentas y anticuadas. Sólo el desierto y los hombres que viven en él difieren con el resto en lo que refiere a cómo tratar a las mujeres y a cómo inició la humanidad. Avanzados filosó...