El silencio cotidiano

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Claudia se levantó a las cinco de la mañana, no había logrado conciliar el sueño, la noche había sido larga, caminó en dirección al baño, encendió la luz y permitió que la llave del lavamanos diera paso a un pequeño y delicado hilo de agua. Se miró en el espejo y de forma temerosa deslizó la yema de los dedos por las pequeñas bolsas oscuras que aparecieron justo debajo de sus ojos, producto del insomnio de la misma noche. Su mirada descendió hasta su brazo derecho y ahí se quedó unos instantes, unas lágrimas melancólicas y solitarias rodaron por sus mejillas, de alguna forma ellas sabían ese camino de memoria desde hace algún tiempo. Su mano comenzó un recorrido hasta su brazo, con miedo y queriendo evitar las imágenes que venían a su mente en ese momento, ella cerró sus ojos de manera brusca, su corazón se aceleró con notorio nerviosismo. Aún el roce de su propia mano, le generaba pánico. Secó su rostro y apoyo sus manos sobre el tocador, volvió a mirar su reflejo en aquel espejo, sin pensarlo se preguntó a ella misma— ¿Sigues siendo feliz? — una sonrisa se formó casi a la fuerza en su rostro. No se respondió aquella pregunta, la verdad, nunca respondió a ninguno de sus cuestionamientos matutinos.

Aún era de madrugada, el sol todavía estaba escondido, los rayos que normalmente inundaban la habitación permanecían en la espera. Claudia apoyó su cuerpo contra una de las paredes de la pequeña habitación, sus ojos se cristalizaban mientras su mirada divagaba entre las cortinas que cubrían la ventana. Jamás despertaba antes de que el sol diera su primer saludo. Permitió que su cuerpo se deslizara por la superficie lisa hasta que su trasero tocó el frío suelo, llevó sus rodillas hasta la altura de la nariz y abrazó sus piernas. Sentía el pecho apretado y un amargo nudo en la garganta, sollozos comenzaron a brotar desde su interior, dolor, miedo y desdicha eran las únicas palabras que podían describir su vida ahora. A pesar de la oscuridad, las siluetas de los muebles se dejaban observar, ella ya sabia de memoria cada centímetro de su piel, cada rincón dañado de su ser, ella ya lo conocía. Reprimiendo algunas lagrimas acariciaba su brazo derecho y luego su costado, las marcas de esa noche estaban ahí, frescas, pigmentaban con matices de morado y negro, como un tatuaje, Claudia sabía que, aunque los colores desaparecieran en unas semanas, las marcas estarían ahí, para recordarle las palabras de su marido; "Estropajo, Inútil, Estúpida, Buena para nada", algunas de sus frases, ahora hacían eco en los pensamientos de la que parecía una indefensa mujer. 

El despertador comenzó a sonar, las seis y treinta de la mañana, para ella todo ese tiempo, había sido como si solo hubieran pasado unos minutos. — Mi hijo tiene que ir al liceo y Hernán no aparece en la casa desde la once— pronunció Claudia ahora preocupada, al darse cuenta de que su marido no se encontraba dentro de la vivienda. —¡Martín! ¡Martin, hijo levántate o vas a llegar tarde a las clases! —llamaba a su hijo con un alto tono de voz y se apresuraba a bajar las escaleras para preparar el desayuno de su hijo. Caminó hasta la habitación en donde guardaba la ropa que tenía que planchar, escogió un chaleco de lana y se lo colocó, así su hijo no vería las marcas en su brazo.

Martín algo atrapado por el sueño bajo escalón, tras escalón, con lentitud y se acercó a la cocina, ahí estaba su madre. —¿Dónde está ese caballero oiga? — preguntó al darse cuenta de que su padre no estaba en ningún lugar de la casa. Claudia tomó un sartén y un par de huevos, ignorando la pregunta de su hijo. —Oiga le estoy hablando, ¿Dónde está el papá? — repitió su pregunta.

—Se fue a trabajar temprano, yo tampoco lo sentí salir — mintió para tratar de aliviar la intriga de su hijo. No podía decirles que su marido aún no llegaba a la casa.

—Mamá, míreme, ¿Hasta cuando va a seguir a si usted? — Martín comenzó a reprocharle a Claudia, acercó su mano a la perilla de la cocina y apagó la llama que calentaba el sartén. — Míreme, esto no puede seguir así, el papá aún no vuelve a la casa, no tiene que mentir, tengo 18 años ya— tomó la mano de su madre entre las suyas intentando darle seguridad, la abrazó para confortarla y Claudia se quejó. Martín alejó su cuerpo en un segundo, miró a su madre a los ojos, su gesto se tensó y entre dientes dejó salir unas palabras —¿Otra vez le pegó? ¡Otra vez el papá le puso la mano encima!.—.



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