Cap. 4 Las huellas del emperador

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Las huellas del emperador

De todas las personas que moraban aquella casa de retiro ella se había encariñado sólo con una; la señora Howard. Su sentido del humor, su gracia al caminar por el parque, su amabilidad eran rasgos destacables, pero lo que más le atraía de aquella señora mayor era la tristeza que habitaba en el fondo de sus ojos, aquella que no se iba ni siquiera cuando sonreía. Era una tristeza que causaba dolor a quien la descubría y sin embargo la señora Howard era fuerte, nunca la había visto quebrarse emocionalmente. La había conocido hacía ya cinco años y cuántas anécdotas recordaba ahora. Pero más allá de todo ella bien sabía que la salud de la señora no era la misma y llegado el momento sería muy doloroso sentir su ausencia. Por eso trataba de pasar todo el tiempo posible con ella, como esa tarde cuando la veía caminando por el parque. Su compañera Nancy la distrajo un instante y cuando volteó a ver, la señora había desaparecido.

-Señora Howard ¿está usted bien?- y no le contestaba. Nerviosa salió a recorrer el parque y se la vino a encontrar agachada tras unos arbustos.

-Señora Howard ¿qué le ocurre? ¿Se ha caído? ¿Se encuentra usted bien?

-Lo he perdido. Ha de tener su madriguera por aquí.

-¿Quién?

-¿No lo has visto?  Es enorme ese conejo.

-No, no lo he visto. Venga, le ayudaré a levantarse- vio que se había lastimado la rodilla mientras estaba agachada –Tendré que curarle esa herida

-Ha de ser de por aquí, porque los conejos no saben viajar solos.

-¿No? ¿Quién le dijo eso?

-Pues él, quién más. O acaso me tomas por una demente que se inventa cosas sin fundamento.

Ella sonrió, aunque en el fondo aquel diálogo le estaba causando gran dolor. No era la primera vez que veía aquellos signos en un anciano.

La herida en su rodilla sanó, mas no su actitud. A menudo la descubría revisando entre las plantas, hablándole a las sombras o se guardaba las zanahorias de las ensaladas y se las llevaba al parque para esconderlas por ahí, pues nunca volvían a aparecer.

-¿Cómo se siente hoy señora?

-Bien, he logrado entrar en confianza con Julio César.

-¿Quién es él?

-El conejo, así se llama. Es un conejo emperador y me ha dicho que está aquí de visita. Usted le caería bien, debe conocerlo.

-Bueno, hoy estoy un poco ocupada, tal vez mañana

-Bueno, cuando le vea se lo haré saber. Se pondrá contento, ya lo verá.

Y a la mañana siguiente ella la sacó a pasear como siempre por el parque. La anciana parecía preocupada. Decía que el conejo no solía tardar tanto, tal vez era algo tímido le dijo ella. Pero la señora Howard seguía insistiendo con que el conejo tenía que llegar pronto y empezó a gritar angustiada. Ella no supo cómo contenerla, nunca la había visto tan irascible. Dos hombres de blanco debieron acercarse para tratarla con métodos más estrictos pues estaba alterando a los otros ancianos. Se la llevaron al cuarto superior, así le llamaban a ese sitio donde los ancianos eran sedados y adormecidos. Ella la vio tan mal que las lágrimas brotaron de sus ojos hasta dar contra la tierra. Y allí vio pequeños pocitos, más bien parecían pequeñas huellas, pisaditas que marcaban un camino, un recorrido que ella siguió y le guió hasta unos arbustos. No recordaba haber visto un gato caminado por la noche en aquel parque y ciertamente esa parecían más bien huellas de un conejo. Un conejo relativamente grande. Y una enorme duda se le presentó en ese instante

-¿Acaso puede ser posible?- no podía dejar de sentir cierta felicidad distante ante ese extraño descubrimiento. 

Al día siguiente la señora Howard estaba otra vez caminando por el parque. Ella la observaba de cerca, tratando de tomar todas las precauciones posibles, pero la anciana no parecía la misma de antes. Se preguntaba si tal vez no se habrían excedido en los medicamentos los doctores, pero en realidad a la anciana le angustiaba otra cosa. El sentido de soledad que acompañaba aquel lugar.

-Julio César me contó que él nunca ha estado solo, de donde viene siempre lo acompaña su amiga. Que allí en ese lugar hay menos seres que aquí, pero nadie está solo. Y no se explica cómo en un mundo tan poblado como este pueda haber tanta soledad.

-Parece un conejo muy inteligente. Me gustaría conocerlo.

-Sí, pero hoy me ha dicho que pronto deberá marcharse. Tal vez aún estés a tiempo de encontrarte con él. Suele pasearse por los rincones justo antes del atardecer y poco después del amanecer.

Aquellas palabras quedaron fijas en su mente por sobre todo lo demás. Por la tarde se tomaría el trabajo de salir a esperarlo, pero el conejo jamás se iba a presentar ese día.

A la mañana siguiente las caricias del amanecer abrieron sus ojos y casi sin darse cuenta se encontraba caminando por el parque acaso buscando un significado a su vida. Realmente le costaba recordar cuando había sido realmente feliz. Y casi sin quererlo tropezó con una raíz y cayó al suelo. O no era una raíz.

-Eres tú.

Allí ante sus ojos estaba un enorme conejo observándola de manera singular.

-Creo que esperas una disculpa, la verdad es que no te he visto. No suelo estar por aquí a esta hora. Estoy hablando con un conejo, un conejo que ni siquiera existe- dijo llevándose su mano a la frente preocupada.

-Soy más real que muchos de tus problemas

Ella se quedó estupefacta. Lo observó detenidamente.

-¿Acaso nunca has visto a un conejo?

-No, es sólo que no sabía que los había de tal tamaño

-Si lo preguntas es que soy un conejo emperador, no tengo problemas de sobrepeso. Ahora si me disculpas debo recoger mis zanahorias antes del viaje.

-¿Ya debes irte?

-Sí, mi trabajo aquí está terminado. Por cierto no pienses tanto con tu cabeza, se oye de aquí cómo trabaja. Deja que tu corazón sea tu guía.

-Pero aguarda ¿A dónde te vas?

-Pues a mi casa, donde más. A donde van todos, el hogar. Ella pronto vendrá a terminar lo que yo empecé.

-¿Quién? Aguarda- pero ya había desaparecido.

Impulsada por su asombro y algarabía salió corriendo a decírselo a la señora Howard. Finalmente había entablado conversación con el conejo, que contenta se pondría la señora. Pero cuán grande fue su desazón al descubrir que no estaba en su cama. En su lugar había una nota donde pedía que se le despidiera de su familia. Aquella carta le generó un gran temor y por alguna razón se le presentó una imagen del río que corría a pocos metros de allí.

EL VALLE DE LAS LÁGRIMASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora