Víctor. I

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Aún recuerdo el día que me pusieron gafas como el peor de mi vida. Después de un par de meses quejándome de no poder ver bien la pizarra y de no reconocer a mis compañeros a más de un metro de distancia, conseguí que me llevaran al oftalmólogo para ser diagnosticado con miopía. Era el único de mis amigos que llevaba gafas, lo cual habría sido algo de lo que sentirse orgulloso -en cuarto de primaria te sientes orgulloso de cualquier cosa que te diferencie del resto-; el único problema era que me resultaban tremendamente incómodas para jugar al baloncesto y, todo sea dicho, no me favorecían demasiado. Cuando me coloqué las gafas por primera vez se me cayó el alma al suelo. Eran cuadradas y pequeñas, con montura metálica de color azul oscuro, y me hacían parecer un niño de esos que se pasan las tardes encerrados leyendo en lugar de salir a la calle a jugar con esos amigos que no tienen a disfrutar de su niñez. A esto hay que añadir que no era alguien demasiado popular entre las niñas, y no me parecía que mi nuevo accesorio ayudara a solucionar esta situación, por mucho que mi madre se esforzara en recordarme lo guapo que era y los ojos tan bonitos que tenía y que las gafas eran incapaces de ocultar.

La primera —y única— vez que me las rompieron no fue de un balonazo, como habría cabido esperar. Mi padre, que siempre ha sido una persona extremadamente precavida y paranoica, había estado presionando para que dejara el baloncesto por temor a que me las rompieran de un golpe y los cristales me cortaran los ojos. «Víctor, ahora no ves de lejos, pero si te pasa eso no verás de ninguna de las maneras», me había dicho con preocupación. Yo, en cambio, me lo tomé como una mera excusa para que dejara el deporte y me apuntase a clases de inglés. Pero no. Fue algo más simple que aquello.

En mi clase había un chico llamado Baxter. En realidad "Baxter" era su apellido, puesto que su padre era estadounidense, pero todos le llamábamos así. Ese nombre de bulldog debería haberme advertido, pero en aquella época era joven y no tenía los conocimientos de cultura pop que tengo ahora.

Baxter era el prototipo de niño enorme y bruto, y se vanagloriaba de ello. Además, cada vez que realizaba una fechoría o se metía con alguien lo justificaba afirmando:

—Los americanos somos así.

Él había nacido en Alcorcón.

El caso es que un buen día durante el recreo me encontraba detrás suya en la cola de la fuente para beber agua. Yo estaba distraído pensando en mis cosas con la mirada fija en su nuca, por lo que no escuché a Baxter gritarle al chico que estaba bebiendo delante suya para que dejara la fuente libre, ni tampoco me fijé en cómo le agarraba del cuello de la camiseta para tirar de él y separarle del grifo, y mucho menos en cómo su codo, al hacer fuerza hacia atrás, se dirigió hacia mi cara a tal velocidad que apenas me dio tiempo a pestañear antes de que el impacto me reventara las gafas. La patilla se partió, y los cristales me cortaron el ojo izquierdo —que por suerte había cerrado—, dejándome una bonita cicatriz que me cruzaba desde la ceja hasta la mejilla.

La verdad es que aquello sirvió de escarmiento para Baxter (cuyo nombre de pila no recuerdo). El corte parecía más aparatoso de lo que en realidad era, y ver tanta sangre en un ojo es algo que impresiona mucho a un niño de nueve años. Desde aquel día se volvió una persona más calmada, y yo me volví un poco más interesante.  

A día de hoy, catorce años después, las gafas de pasta negras me dan un aire de erudito que no me desagrada en absoluto, y la cicatriz me da pie a contar historias falsas —pero más interesantes que la verdad— a la gente que acabo de conocer. Y eso fue lo que hice la primera vez que hablé con Fiona.

Cuando pasan cosas malasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora