IV. Lágrimas de Fresa.

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El camino hacia el hogar de Karma transcurrió en silencio. Una gruesa capa de incomodidad se había asentado sobre ambos jóvenes y el ambiente se había vuelto pesado, a tal punto que Nagisa era incapaz de respirar dentro de aquel asfixiante espacio.

Su cuerpo temblaba ligeramente. No sabía si era debido al miedo o a la cercanía de su cuerpo rosándose con el de su platónico, quien se encontraba sentado a su lado mirando hacia la ventana con el ceño levemente fruncido y los brazos cruzados sobre su pecho. Nagisa miraba de reojo a Karma, escudriñaba cada movimiento del contrario y registraba en su cerebro aquel rostro tan hermoso. Desde la punta más alta del mechón rojizo en la cabeza de su amado hasta terminar con aquel lunar en forma de fresa que descansa pulcramente sobre su clavícula y que, desde la posición del ojiazul, era perfectamente visible.

Me pregunto si su lunar sabrá igual a lo que parece, pensó. Tuvo que contenerse para evitar acercarse al pelirrojo y lamer aquella zona que le parecía tan irresistible como inalcanzable en ese momento. Un gran sonrojó se adueñó de su rostro al caer en cuenta de la clase de pensamientos que invadían su mente. ¡Aquel no era el lugar ni el momento para imaginar ese tipo de cosas! De hecho, ¡ni siquiera debería tener esa clase de pensamientos hacía su mejor amigo! Ellos fueron la causa de que todo terminara de esa forma tan cruel y dolorosa. Si tan sólo se hubiera conformado con ser el mejor amigo de Karma... si tan sólo aquel beso no hubiese ocurrido...

Pero ya era tarde para arrepentirse.

Ahora iba en camino a casa del pelirrojo. Una vez allí no habría escapatoria. Estaba perdido. Sin embargo, pese a saber lo mal que estaba, de lo incorrecto de sus acciones, del daño que eso le causaba, a pesar de todo aquello, no pudo evitar posar su mirada sobre los perfectos labios de Karma. Se veían tan apetitosos. Quería volver a sentirlos sobre los suyos. Anhelaba recorrer cada milímetro de esos regordetes pétalos rojos que sabían a fresa en su boca. Deseaba desesperadamente aquel suave contacto. Algo que jamás sucedería otra vez. O eso pensaba.

Sonrojado hasta las orejas, apartó la vista, sintiendo su corazón estrujarse dentro de su pecho. Se quedó mirando la alfombra de aquella lujosa limusina para pasar el rato y evitar saltar por la ventana del vehículo como su instinto de auto-preservación le ordenaba que hiciera.

Todo iba bien hasta que su estómago rugió, atravesando aquel sepulcral silencio que los envolvía. Su cuerpo tembló al sentir el cuerpo de Karma tensarse a su lado. ¡Se había olvidado que no había comido nada en más de diez horas!
Cerró los ojos con fuerza a la espera de la reacción del contrario. Sea la que fuese, no podía ser buena. Conocía bastante bien a Karma como para saber que no reaccionaba de la mejor manera cuando estaba molesto, y para su mala suerte, el pelirrojo no estaba molesto, estaba furioso.

—¿Cuándo fue la última vez que comiste algo? —exigió el mayor con la voz ronca por la molestia que trataba de contener a duras penas.

—Hace diez horas...

—¡¿Tanto tiempo?! —El menor apretó los puños sobre su regazo y cerró los ojos en espera del infierno que desataría el contrario sobre su persona. Pasó un minuto de silencio sin que escuchara algo del contrario. En cada segundo que transcurría Nagisa sentía que moría, hasta que finalmente el pelirrojo se decidió a reaccionar.

Karma tomó la caja con el pastel de frutilla que había comprado en el restaurante y se lo entregó. Nagisa lo miraba con una mezcla de confusión e incredulidad.

—Toma.

—¿Q-qué...?

—Cómelo —ordenó, apartando la vista de los intensos ojos azules del más bajo en un intento de evitar que notara el sonrojo que había provocado en él. Su corazón se agitó, no podría contenerse más si Nagisa continuaba mirándolo de aquella manera tan inocente e inconscientemente provocadora.

—Pero... —el menor iba a replicar pero la voz del mayor lo interrumpió.

—¡Sólo hazlo! No quiero que te desmayes por falta de alimento, mucho menos permitiré que te enfermes por desnutrición.

La voz de Karma era demandante y firme, no permitía discusión alguna. El ojiceleste bajó la vista apenado y prosiguió con lo ordenado por el mayor. Aunque, pensándolo bien, un pastel no es precisamente lo que llamaría un alimento nutritivo... pero si Karma le ordenaba que lo comiera, así lo haría sin rechistar.

Abrió el paquete encontrándose con un pequeño pastel de apariencia deliciosa. El pan se veía esponjoso y delicado, tan fino como la arena del mar. De la crema contenida entre los dos panes que componían el pastelito se asomaban trozos de fresas, jugosas y regordetas. El glaseado era de un color amarillo suave, el decorado era simple pero elegante. En el centro del pastel se encontraba una pequeña cantidad de merengue y en la cima, coronando el pastel, se posaba perfecta otra fresa.

Sonrió mientras tomaba el tenedor dentro de la caja y se llevaba un trozo de pastel a la boca. Su paladar se maravilló con el sabor de aquel postre, sin duda era el mejor dulce que había probado en toda su vida. Se sintió mal por Karma. Por culpa suya el pelirrojo tuvo que darle el pastel que había comprado, aún sabiendo de la delicia que aquel dulce representaba. Comió otro bocado y otro más. Sin darse cuenta lágrimas comenzaron a resbalar de sus ojos. No tenía palabras para explicar cómo se sentía. Una parte de él estaba sumamente feliz de estar allí, junto al amor de su vida, comiendo un pastel que él mismo le había dado... Algo que pensó jamás volver a experimentar. Y por otra parte, el hoyo en su pecho no paraba de doler. Se contraía preso de la tristeza que asolaba su alma.

¿Cómo podía estar tan cerca de alguien pero al mismo tiempo tan lejos?

Allí estaba Karma, sentado a escasos centímetros de él, centímetros que medían el abismo entre ambos.

Dejó que su flequillo callera sobre su rostro en un intento de ocultar las lágrimas que caían temerarias sobre sus sonrojadas mejillas. Sin embargo, antes de poder esconder su llanto, Karma notó los casi imperceptibles sollozos que dominaban el frágil cuerpo de Nagisa.

La angustia acompañada de confusión e incredulidad invadieron la mente del oji-mercurio. Se sentía morir al ver a su amado de aquella manera. El que Nagisa sufriera lo hacía sufrir a él. Más aún si su dolor había sido causa suya. ¿Por qué razón lloraba? ¿Había dicho algo malo? ¿Lo había lastimado de alguna forma? ¿Tanto lo odiaba como para reaccionar de aquella manera?

Todo el enojo desapareció de su cuerpo a penas notó la primera lágrima rodar por las rosadas mejillas de su amado. Un crudo sentimiento de pesar y cansancio no tardó en abatirlo, llegó tan rápido y tan fuerte como un puñetazo al estómago. Dejó salir un suspiro de resignación y, sintiendo su corazón encogerse, decidió hacerle frente a lo que había estado prolongado hasta entonces.

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