Milla uno: Piensa más allá de la pecera: El primer sueño

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Por suerte tenía un mundo totalmente diferente fuera del colegio. En esa época, lo de actuar sólo era una pequeña parte de mi vida. Había empezado a hacer de animadora de competición a los seis años, y durante mucho tiempo eso fue todo para mí.

Fue mamá la que me convenció para hacer de animadora. Vivíamos en una granja grande, lo que era increíble, pero no habían vecinos cerca, no habían niños con los que pudiéramos jugar aparte de nosotros mismos, cosa que para mí no estaba nada mal. Me encantaban los animales, y me encantaba pasar el rato con mi genial hermano mayor Trace (yo le llamaba Trazz), mi fantástica hermana mayor Brandi, mi hermano pequeño Braison (yo le llamaba Brazz) y mi hermana más pequeña, Noah (cuando llegó). Pero mamá quería que tuviera algún amigo, además de los caballos, las gallinas y mis hermanos y hermanas. No en ese orden. (Bueno, tal vez sí, en ese orden.) (¡Es broma chicos!) Como mamá había disfrutado mucho haciendo de animadora cuando era niña, quiso que yo también lo probara.

El primer día que se suponía que tenía que ir a entrenar, no me hacía ninguna gracia. Le supliqué: « ¡Por favor, no me obligues a ir! ¿Qué hay de malo en tener caballos, las gallinas y los hermanos pequeños como mis únicos amigos? Ellos no me fallaran, no se reirán de mí», es verdad que huelen un poco mal (lo siento Brazz), pero no pasa nada. No soy superficial.

Tal vez no resulte evidente por la vida que llevo hoy, pero estar rodeada de gente que no conozco me angustia. La sola idea de entrar en una habitación llena de desconocidos me mantiene despierta toda la noche. De todos modos sabía que papá estaba de mi parte en lo de no ir a hacer de animadora. Viajaba tanto que quería tener sus hijos cerca siempre que estaba en casa. Pero mamá se mantuvo en sus trece y fui. Y, como las mamás tienen razón la mayoría de las veces, me encantó al instante.* (*¡no le digas a mamá que he dicho eso!)

Hacer de animadora me ocupaba mucho tiempo. Mucho. Todos los días estaba en el gimnasio. Hacíamos ejercicios. Dábamos volteretas. Ensayábamos números de dos minutos y medio una y otra vez, y otra vez, y otra vez. Me hice muy amiga de Lesley y de las demás niñas del equipo, y mamá se hizo amiga de sus mamás. Viajábamos juntas a las competiciones de animadoras muy intensas e increíblemente reñidas. Vivía obsesionada con eso.

A veces incluso demasiado. Una vez me puse muy enferma justo antes de una competición en Gatlinburg, Tennessee. No podía parar de vomitar. ¿Conoces esa sensación del estómago en que incluso un trago de agua provoca náuseas? Sí, lo pasé fatal. Pero, ¿Cuánto podía durar? Estaba segura de que mejoraría a tiempo para la competición. Así que hice que mamá me llevara y me pasé las cuatro horas y media de viaje en coche tumbada en el asiento de atrás con un cubo a mi lado, durmiendo, vomitando y durmiendo un poco más. Llegamos al hotel de Gatlinburg y no me encontraba mejor, pero seguía queriendo competir. Mi entrenadora dijo que ni hablar del peluquín. Trató de detenerme, pero yo insistí. Sabía que podía hacerlo si me esforzaba.

Media hora antes de la actuación, salté de la cama, me duché y mamá me llevó al encuentro. Salí al escenario, realicé mi número, salí del escenario y vomité en un cubo de basura. Pero lo hice. Y eso era lo que me importaba.

Cuando subíamos al coche después de cada competición, aunque no hubiéramos ganado, mamá me decía « ¡Aquí tienes tu trofeo!», y me daba un trofeo resplandeciente con mi nombre. A medida que iba creciendo, mi habitación se fue llenando de trofeos. Todos de mamá, la mayor y mejor fan que puede tener una niña.* (*yo amo a mamá) Tal vez no me merecí todos y cada uno de los trofeos, pero el trofeo de Gatlinburg sí que sé que me lo gané.

Millas por recorrer - Miley CyrusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora