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El niño lo despertó de su sueño. Había retornado.

Tambaleándose entre la espesa vegetación, cargaba con una bolsa de plástico amarilla cuyo contenido se traslucía. Sus pequeñas manos iban pegadas a su pecho, sosteniendo con dificultad la enorme cantidad de comida que goteaba sobre la tierra y sus overoles de jean. La carne fresca emitía un olor embriagante para el jaguar, un sabor metálico que tanto había añorado desde su llegada al mundo de aquí.

—¿Cómo está, señor gatito?

Dejó caer la res sobre un montículo de hojas que había recolectado el día de ayer y se restregó las palmas sobre su blanca playera, manchándose de sangre y dejando sus diminutas huellas en ésta. El chiquillo se abrió paso entre las ramas, empujándolas desesperadamente para iniciar su ascenso por una rocosa pendiente. Hundió sus dedos en las grietas, sintiendo la húmeda tierra y moho penetrar sus uñas. Cuidadosamente, escaló con cada paso perseverante, tomando más y más esfuerzo a medida que sus miembros temblaban. Había esperado toda la mañana para tocar al majestuoso felino blanco y no permitiría fallarse a sí mismo.

Viktor ronroneó al verlo avanzar tan decididamente. Una fugaz llamarada se prendió en los ojos del cachorro humano, reflejando su voluntad. Un vigor que atraía a Viktor hacia aquellas frágiles criaturas y sus esfuerzos para alcanzar sus metas.

Antes de que una desgracia se desencadene al escuchar el desprendimiento de las piedras, el jaguar utilizó sus garras retráctiles para atraparlo. Una vez que lo tuvo fuertemente sujetado de sus tirantes, lo depositó junto al árbol en donde descansaba. El niño profirió una risita, inclinándose todo lo que sus cortas piernas le permitiesen y se colgó del cuello del animal, soltándose para caer entre sus poderosas extremidades. Se agachó, pasando bajo su implacable cuello y comenzó a acariciar su abrigo. Trazó sus diminutos dedos por todo el lomo, admirando los diferentes tamaños de sus manchas, tratando de contar cada una de ellas.

—Solo sé contar hasta treinta. Cuando pueda contar hasta el cielo, vendré a verte y lo haremos juntos —aseguró contento—. ¡Te lo prometo! Yo te enseñaré.

El príncipe del inframundo le lamió la mejilla en agradecimiento y asintió. Levantó su colosal cola con la punta doblada y mantuvo sus orejas en alto, disfrutando del atardecer en compañía de su primer y único amigo.

Bajo la luz de la luna, después de haberlo visto marchar, Viktor supo que no tendría otra oportunidad de hablar con él. Ellos estaban en camino y no demorarían en encontrarlo. Capturarlo. Arrastrarlo de vuelta a las profundidades de las que había escapado. De un lugar en donde no podría contactarse con su más preciado compañero. Jamás.

La melancolía fue disuadida cuando una energía desde lo más profundo de la tierra hizo contacto con su alma, convidándole el néctar de la vida de las criaturas que habían perecido. Aquellos seres que fueron depredados o culminaron su ciclo de vida por la edad. Viktor las absorbió, deleitándose de la flora y fauna que danzaba dentro de él, acentuando sus poderes. Vitalidad que recorría cada fibra, cada músculo, cada parte de él que fue transformándose en una estructura ósea similar al de su adorado salvador humano. Sus heridas habían sanado, dejando su cuerpo como si hubiese vuelto a renacer. Su moteado pelaje se desprendió, cayendo sobre el suelo a pedazos, y una delgada capa de piel humana resurgió para reemplazarlo. Retrajo sus cuernos de taruca, sus peligrosas garras, y tiñó su larga cabellera de plata.

El momento había llegado.

Viktor descendió descalzo al pie del monte, gozando del suave alfombrado verde que la madre naturaleza le había brindado, la cual liberaba una divina fragancia que lo envolvía. La diosa de la tierra, al compadecerse de sus deseos, preparó una manta de flores que se deslizó por su piel de leche, contorneando sus firmes músculos. Ella adornó sus finos cabellos con una delicada corona de orquídeas.

Viktor estaba listo. Esta noche él regresaría al mundo de abajo. Solo lo vería una vez más y se iría.

Flotando celestialmente, el príncipe llegó a una de las casitas multicolor del vecindario más cercano del bosque y se apoyó sobre el borde de la ventana de una de ellas. De un simple soplido, provocó una brisa que levantó las cortinas y despertó al niño, quien tiritó de frío y se enroscó con las sábanas, ignorando la presencia de su alteza.

—Yuri —dijo Viktor, haciendo eco en toda la habitación que solo su consentido podía escuchar—. Yuri, despierta.

El chico de ojos rasgados se incorporó perezosamente, sobándoselos. Pateó el cubrecama para un costado, extrañado de ser llamado en la mitad de la noche e intentó buscar el origen de la melódica voz. Cuando su visibilidad dejó de ser borrosa, se percató de una silueta que lo observaba desde afuera. Ojos zafiro que brillaban en la envolvente oscuridad.

—¿Quién eres? —inquirió Yuri, asomándose por la ventana sin despegar sus ojos de la increíble belleza de aquella entidad—. ¿Eres un ángel?

El corazón de Viktor se derritió ante su inocencia e ingresó lentamente hasta que sus pies chocasen contra el alfombrado. Su vestimenta resbaló, y la arrastró por el piso para ponerse de cuclillas junto al niño.

—No —dijo finalmente—, soy un príncipe. —Viktor hizo una pausa y acarició la enredada cabellera del azabache, esbozando una calurosa sonrisa—. Vine a verte.

—Yo no soy una princesa, señor príncipe —refunfuñó el niño, confundido—. No estoy vistiendo un tonto vestido rosado. Eso solo lo usan los ñoños. Y yo no soy un ñoño.

—No, no lo eres —rió entre dientes—. Y tampoco necesitas ser una princesa para que te visite —le aseguró—. Eres un héroe. Te mereces un regalo digno de un caballero por haber cuidado de mi gatito.

—Pero yo no tengo una armadura, señor.

—Yuri —se dirigió a él con suavidad—, no necesitas vestir una para realizar hazañas. Lo que cuenta es la bondad y el propósito que tienes dentro. —Viktor puso su índice sobre su frágil pecho—. Justo aquí.

Yuri tildó su cabeza para un costado y bajó su mirada sobre la abertura izquierda de su pijama. Él metió uno de sus dedos, moviéndolo de lado a lado, rebuscando su contenido. Al sacarlo, una pelusa estaba enredada en su uña.

—Solo hay una basurita en mi bolsillo.

Una carcajada escapó de los labios de su Alteza, mandándolo a doblarse para adelante y atrás. Su risa fue tan estridente que varios de los vecinos del barrio prendieron sus luces; otros lo mandaban a callar con una sarta de lisuras. Yuri lo contempló anonado, asustándose de que se le fuera a salir un pulmón de tanta bulla que hacía. El príncipe procuró retomar la compostura, inhalando profundamente.

—Quise decir en tu corazón.

Al abrir la palma de su mano, una viva llamarada azul surgió del medio. Viktor la acercó cerca de la nariz del infante, quien hesitó en toparla y retrocedió de inmediato.

—No quema. Puedes tocarla.

Su protegido llevó sus yemas y soltó un grito de asombro al frotar su palma contra la suya. El fuego era vivaz y danzaba como una refinada bailarina. Y aquel príncipe tenía razón. No quemaba. Yuri estaba maravillado.

—Este es mi regalo para ti —ofreció él al avivar las llamas, las cuales se adhirieron a la pequeña extremidad del niño, recorriéndola hasta el hombro y desviándose a su latente órgano—. Yo, Viktor —recitó decidido—, doy parte de mi inmortalidad a Yuri Katsuki.

El temor lo hizo tensarse. Yuri no entendía qué estaba pasando. Qué clase de brujería había utilizado ese desconocido personaje cuando sintió aquel tibio cosquilleo propagarse por su cuerpo. Qué clase de regalo había aceptado de un extraño. Y en cuestión de segundos, esas dudas se extinguieron cuando dos fuertes brazos lo envolvieron en un reconfortante abrazo. Yuri no necesitaba escucharlo pronunciar palabra alguna para saber que Viktor le estaba hablando. Que le hablaba a su corazón y compartía sus recuerdos.

Por un momento, sus almas se entrelazaron entre sí y fueron una.

—Yuri, ¿prometes aceptarme cuando sea mi turno de cuidarte?

—Sí, lo prometo, señor gatito.

VIKTORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora