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El rugir de su estómago fue escuchado por varios animalillos, quienes asomaron sus cabecitas desde lo alto de los árboles. Otros se escondieron en las esquinas, confundiéndolo con el grito hambriento de un depredador.

Viktor cayó rendido entre la vegetación, sujetándose del césped para arrastrarse hasta el río. ¿Cuándo fue la última vez que probó bocado? No lo recordaba, y si lo intensase, una punzada iría directamente a su cabeza. El hambre no tenía piedad con su cuerpo humano, pues se consumía sus músculos y cada energía restante que albergase en él. Con otro impulso de sus escuálidas piernas, llegó a su meta y hundió su rostro en la corriente. Tomó grandes sorbos, deseando que el líquido fuese lo suficiente para engañar a su organismo.

Con las tripas retorcijándose, Viktor no tuvo otro remedio y se llevó a la boca el insecto que las hormigas llevaban en el lomo. De otro gran manotazo, agarró un puñado de ellas y se las comió. ¿Cuándo fue la última vez que se tuvo que preocupar por sobrevivir? Él había sido inmortal. Había tenido cualquier platillo en su mesa, las ropas de seda más hermosas. Pero ahora todo era diferente.

El cadáver de Yuri se había terminado de descomponer, dejando sus huesos en una cama de hojas secas y ramas. No había ningún nutriente que extraer, ni otra boca que alimentar. Aunque su aspecto era nauseabundo, Viktor no le molestaba acurrucarse con él durante las noches. Lo abrazaba, le cantaba y lo cuidaba como si fuese aquel pequeño niño que se prendía de su cuello.

Las noches pasaron y la vitalidad del jaguar fue decayendo. No importa cuántas bayas le trajeran las ardillas a pedido de su fiel amiga, no zaceaban su increíble hambre, pues era un humano con poderes suprimidos que necesitaba de grandes banquetes. Al borde del colapso, Viktor permaneció tendido cerca del mismo tronco en donde había sido abandonado. Dentro de poco, moriría.

Una mañana, una de las primeras hojas de la primavera lo despertó. Aterrizó sobre su nariz, haciéndolo abrir sus ojos de par en par. Escuchó un piar desde una de las ramas. Al alzar su mirada, un ave emprendió vuelo y dejó a sus crías. Viktor reconoció que había sido obra de uno de los dioses e intentó aferrarse al árbol, poniéndose de pie lo más rápido que pudo.

—Príncipe —lo llamó con dificultad, raspando su garganta—. Príncipe celestial, ¿me escucha?

No hubo respuesta, no importa cuánto insista. Desde ese amanecer, Viktor no paró de suplicarle. Pedirle que lo ayudase, que hiciera algo por Yuri. No importaba si el pereciese en el camino. Su vida no importaba.

Faltaba un día para otoño. Ello significaba que todos se irían a hibernar y las chances de comunicarse con él quedarían nulas. Viktor había sobrevivido todo este tiempo. Flacucho, desnutrido y a punto de ser llevado por el viento.

—Por favor... —suplicó una vez más entre sollozos. Ni siquiera tenía más lágrimas que botar.

—Viktor —replicaron las ramas, batiéndose entre sí por la fuerte ventisca—. Viktor.

—Eres tú —dijo ronco—. Por favor, haz que Yuri vuelva. Haz que sea feliz.

—Él está muerto.

Viktor negó con la cabeza.

—Él está muerto en el mundo de aquí. Su cuerpo no sirve. Son solo huesos.

—¡Él está vivo! —protestó—. Su alma está aquí. No se quedó en el mundo de abajo. La robé.

El príncipe enmudeció, observándolos desde cada rincón del bosque.

—Por favor. Solo tráelo de vuelta. Hazlo feliz. Haré lo que sea por ti.

—Por más que su alma se asome entre sus costillas, no puedo reponer ese cuerpo. Necesito energía que ni los mismos seres del bosque pueden ofrecer. Renacer un cadáver equivale un precio muy alto. Una vida entera.

—¡Te doy la mía! No importa si acabas con mi cuerpo. Puedes molerlo, amoldarlo a su semejanza. Solo quiero verle sonreír, sea en este mundo o en el limbo. No importa la furia de los dioses, ni sus crueles castigos, pues los tengo bien merecidos por mi arrogancia. Pero no abandones a Yuri. —Hizo una pausa y tomó una bocanada de aire—. Él es mi caballero.

De un soplido, el príncipe cogió lo que se le había permitido. Viktor se desmoronó sobre la tierra, terminando bocabajo con un tenue charco de sangre que provenía de su rostro. El jaguar se adormilaba, sus parpados pesaban. Y para el momento en que los cerró por completo, el cadáver de Yuri comenzó a tomar forma.

Antes de perecer, sonrió como si fuese la primera vez que lo vio.

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