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Como toda criatura cuya vida llegaba a su fin, su carne se desprendía de sus huesos, brindándole su energía restante a los seres del mundo de aquí. Los deliciosos nutrientes que proveían con preciosas flores o a los tiernos mamíferos que proporcionaban las meriendas necesarias a sus crías.

Poco a poco, el cuerpo de Yuri empezó a descomponerse en el campo abierto. Sus extremidades terminaron tan delgadas como mondadientes, su escultural vientre se hundió, su blanquecino pecho se oscureció como el tétrico firmamento, y sus órganos se encogieron con la avidez que lo consumían. Sus yemas permanecieron hundidas en la tierra al igual que la mugre en sus uñas. La sangre había secado, dejando una capa reseca sobre su piel y la orina emitía un olor hediondo. El yeso terminó mordisqueado por animalillos salvajes al igual que el resto de las heridas abiertas en donde los gusanos se refugiaban, revolcándose en grandes cantidades. Y dentro de él, toda clase de bichos habían hecho su hogar.

Su cuerpo, que alguna vez había sido el epitome de perfección, había terminado como el mugriento cadáver de un individuo sin valor alguno. Y pese a verse tan repugnante, Viktor continuaba contemplándolo como si se tratase de la criatura más bella.

—Tráemelo —suplicó, estirando todo lo que su brazo podía alcanzar.

Con el dolor de su alma, la madre naturaleza no podía hacerlo. No tenía permitido tocar a los que había perecido. Su lugar permanecía donde habían dado su último aliento. Viktor tampoco podía alcanzarlo, arrastrarlo al mundo de abajo para cuidar de él como le había prometido. En su pesar, solo logró abrazar a la inmortal alma de Yuri, la cual permanecía a su lado, flotando como un niño travieso. Tenerlo de alguna manera, lo hacía feliz. Pero cada vez que tocaba esa brillante llamarada, aquel recuerdo venía hacia él como una descarga.

—Señor gatito... —susurró Yuri, ensangrentado, antes de partir.

Era imperdonable. Éste no podía ser su último recuerdo. Había visto crecer a Yuri desde que era un cachorro, lo vio aprender a contar hasta cincuenta, luego a cien hasta que las cifras fueron exponenciales. También vio su curiosidad por el patinaje, su pasión hacia su carrera y su amor por todos sus amigos y familiares. Yuri jamás se mereció esto. No permitiría que su alma se mantenga dando vueltas sin rumbo alguno.

Como un infante que desobedece a su padre, Viktor descendió por los peldaños de oro del palacio. Bajó a paso decidido, evitando a los guardias. Se encaminó por los amplios pasillos, salió por los jardines reales y se aventuró por uno de los bordes que había cedido con el pasar de las centurias. A paso firme, se perdió entre la vegetación, pasando las grandes ramas de los arboles hasta que encontró la entrada a una cueva. La misma por donde se había escabullido cuando se peleaba con sus familiares.

Viktor ascendió por la rocosa estructura, manchando su ostentosa capa de flores. Los bordes de su túnica se ensuciaron con barro, sus pies descalzos se arañaron por las piedritas y otras ramas que yacían en medio del camino. Y cuando estuvo cerca de una abertura, la empujó con todas sus fuerzas, evocando una alarma en todo el reino.

Los guardias salieron a la velocidad que el mismo Viktor camufló su piel con un grueso pelaje blanco manchado. De un brinco, aterrizó con sus colosales garras e inició su recorrido por los vastos campos de flores. Atravesó la maleza, los ríos y las pendientes. Se sentía vivo. Tan vivo como un verdadero jaguar.

La distancia recorrida era abismal. Pasando tan rápido como un rayo. Aunque su vitalidad no era la misma desde que le ofreció parte de su inmortalidad a Yuri. Se cansaba más rápido, por lo cual, descansaba en lo alto de los arboles más abultados. La madre naturaleza siempre lo cubría lo mejor que podía.

Al atardecer del tercer día, Viktor se encontró frente a Yuri. Un cadáver que permanecía retorcijándose en vida, adolorido por las injusticias de la vida. Como era de esperarse, no estaba del todo muerto.

—Yuri...—pronunció Viktor.

Cayó sobre sus rodillas, envolviendo sus restos en un fuerte abrazo. Su cabeza colgaba como una hoja seca, su cabellera se desprendía y sus prendas le quedaban holgadas.

—Mi pequeño Yuri... —dijo en un tono desgarrador—. Mi pequeño caballero. ¿Qué te hicieron?

Le retiró el mechón negro de su frente y acarició el huesudo mentón. Los huesos se podían ver a través de su delgada capa de piel, sus mejillas habían desaparecido al igual que sus ojos. Yuri era una pila de huesos.

—Vendrás conmigo y todo saldrá bien.

Antes de partir, Viktor le susurró las delicadezas que podrían derretir cualquier corazón y lo envolvió en una cama de orquídeas azules. Embelesado por su reunión, lo recogió como un recién nacido y marchó de vuelta a casa.

Al mundo de abajo.

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